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Tribuna
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Turismo, guerra y conflictos

Josep-Francesc Valls analiza los efectos del clima prebélico sobre la actividad turística. El autor considera que, mientras en otros conflictos España fue considerada destino tranquilo, ahora puede ocurrir lo contrario

El escenario de una guerra como la que se pretende realizar contra Irak difícilmente encaja en la mentalidad ocista. La era del ocio corresponde a una fase de desarrollo de la sociedad occidental contemporánea en la que una parte importante de la población considera el viaje como un bien de primera necesidad; goza de una jornada de trabajo de 35-40 horas, gracias al incremento de la productividad; reparte la vacación entre varios periodos a lo largo del año; y coloca el ocio como objetivo principal de su existencia, por encima del trabajo. Todo ello ha producido una explosión de motivaciones relacionadas con el ocio, como la naturaleza, la cultura, el deporte, la aventura, la relación, la gastronomía, etcétera, que alcanza a un cada vez más importante número de negocios.

En este ámbito de cosas y de la mentalidad que desprende la sociedad del ocio, con sus atributos y las proyecciones mediáticas globales consiguientes, resolver las diferencias entre comunidades o países a base de guerras repugna ideológicamente a la población en la medida en que la retrotrae a fases de desarrollo anteriores. La reacción de estos días en las calles de las principales ciudades europeas contra la guerra confirmaría lo dicho.

Los incidentes bélicos o prebélicos, los ataques terroristas desatados o latentes, cualquier ápice de inestabilidad proyectan un halo de inseguridad e incertidumbre tal que ahuyenta los flujos turísticos. Se producen dos reacciones ante cualquier conflicto, como se desprende del análisis de lo ocurrido en la Guerra del Golfo de 1991 y de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en EE UU.

Los turoperadores hablan abiertamente de una reducción de capacidad del orden del 15% para adaptarse a la menor demanda prevista

La primera e inmediata reacción consiste en una drástica reducción de los viajes desde cualquier punto de origen del mundo; este efecto generalizado suele remitir pocos meses después, produciéndose una recuperación de la actividad turística, hasta el punto de que tanto el año 1992 como 2002 no acabaron siendo malos años turísticos.

La segunda reacción, que impacta de forma mucho más dura y prolongada, consiste en que los viajeros se retraen, huyen de la zona conflictiva y adyacentes, dibujando un mapa muy caprichoso.

Además de esta huida de los lugares foco y de miles de kilómetros a la redonda, ante un conflicto o percepción de inseguridad en un lugar determinado, decaen, además, los destinos nuevos e innovadores, los de largo recorrido, los de descubrimiento, los cercanos o relacionados con la zona de conflicto, los que requieren viajes aéreos o a través del mar. Por contra, los destinos maduros o los de toda la vida, los conocidos, los de proximidad, los de interior, los relacionados con la cultura, los que son accesibles en coche privado, autobús o tren son considerados destinos refugio.

Pero en tiempo de crisis las decisiones de viajar se muestran aleatorias. Dos ejemplos. El primero es el de los city tour en Europa. A raíz del 11-S, París y Londres, junto a Nueva York, y pocas ciudades europeas más, perdieron drásticamente visitantes, como consecuencia de que los turistas internacionales consideraron esas macrociudades como diana de posibles nuevos atentados.

El segundo caso se produjo cuando la guerra de los Balcanes. España fue percibida como un destino tranquilo y salió beneficiada, turísticamente hablando, casi toda la década de los noventa, a pesar de que los cañones retumbaban cerca. Ahora puede ocurrir justo lo contrario: el conflicto actual de Irak puede acabar desviando flujos tradicionales de city tour dirigidos a ciudades españolas, inglesas o italianas hacia otras de Francia, Alemania Bélgica. El hecho es que estos últimos países han tomado posiciones más sensatas ante la guerra de Irak, sean o no de hecho más o menos seguras.

En medio del clima prebélico se ha desatado ya una cierta psicosis de parón de ventas y de retraso en la confirmación de las reservas para el verano, tanto entre los europeos (principalmente de Reino Unido y Alemania, acuciadas por la situación económica) como entre los norteamericanos.

Es constatable este reflujo en la costa española (Andalucía en particular), y más fuerte todavía en Turquía, Chipre, Marruecos, Túnez y Egipto. Los turoperadores consultados hablan abiertamente de una reducción de su capacidad de operar del orden del 15% para adaptarse a la menor demanda. Lo mismo que las compañías aéreas que calculan directamente el impacto de la guerra entre los 4.000 y los 10.000 millones de euros, según dure la guerra dos o cinco meses.

Y aprovechando la crisis, las empresas turísticas que no han hecho bien sus deberes en los últimos años reducirán horas de trabajo, sueldos y plantillas; redimensionarán el negocio. Y otros aprovecharán para ocupar su cuota de mercado, como ha ocurrido con las aerolíneas a bajo precio. También las guerras, como decían los malthusianos respecto al equilibrio de la población, sirven para eso.

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