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Columna
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¿Para quién trabaja Aznar?

Antonio Gutiérrez Vegara

No es una pregunta insidiosa que presuponga un proceso de intenciones. Es una sincera inquietud sobre el papel de nuestras instituciones democráticas, suscitada por el comportamiento del presidente del Gobierno español en la crisis de Irak.

Desde antes y después de las manifestaciones del 15 de febrero, se sabe que la opinión pública española está mayoritariamente contra la guerra y que desaprueba el papel que viene jugando el presidente. Cada día aumenta el porcentaje de la ciudadanía que mantiene ese rechazo y las encuestas revelan que también es mayoritario entre los propios electores del PP. No obstante, podía esgrimirse legítimamente que el voto obtenido en las urnas es el que cuenta para certificar la voluntad popular (mientras no haya nuevas elecciones), por encima de manifestaciones y encuestas, por muy temeraria que políticamente pueda parecernos esa forma de ejercer la responsabilidad de gobernar para la que se ha sido elegido.

Pero los términos cambian cuando se pronuncia el órgano donde se deposita la soberanía popular, el Parlamento. Y aunque el Parlamento español tardase más que el de otros países en pronunciarse, porque lo evitó el grupo mayoritario en la Cámara que apoya al Gobierno en el primer y a su vez tardío debate parlamentario, por fin adoptó una resolución el martes de la semana pasada porque así lo quisieron también el Gobierno y su grupo parlamentario. Esa resolución no fue otra que la adoptada el día antes por el Consejo Europeo.

De nuevo por la mayoritaria voluntad del Gobierno del PP, expresada por su presidente desde la tribuna del Congreso. Un golpe de efecto que él mismo se ha encargado de volver en su contra.

Tras expresarse el Parlamento, el presidente del Gobierno es el primero en quedar obligado por sus resoluciones. Sin embargo, ni se ha supeditado a ese mandato parlamentario ni se ha ocupado en defenderlo. Por el contrario viene dedicando sus esfuerzos desde el siguiente día a propugnar otra resolución, que contradice a la del Parlamento español, que es a su vez la de la UE, auspiciada, al parecer, por él mismo junto al primer ministro británico y al presidente de EE UU.

Se negó a desvelar ante el Congreso la posición que el Gobierno español iba a mantener en la próxima reunión del Consejo de Seguridad y tanto los diputados como la opinión pública en general conocieron por la prensa que su presidente llevará un texto que da por finalizadas las labores de inspección en Irak e insta a las Naciones Unidas a que autoricen la intervención militar. Justo al contrario del aprobado en la UE y aquí, que solicitaba más tiempo y medios para que los inspectores de la ONU continúen con su trabajo, sin ponerles plazo a fecha fija y que sólo contemplaba el uso de la fuerza en última instancia.

Es una quiebra muy grave del funcionamiento institucional sin precedentes en España ni parangón en ningún otro país democrático. Ni siquiera Tony Blair, que mantiene las mismas posiciones que Aznar, ha llegado a vulnerar una resolución de su Parlamento, tal vez porque sus usos democráticos son suficientemente respetuosos con las instituciones como para recurrir a una argucia bumerán y de tan corto recorrido como la empleada por nuestro presidente de Gobierno la semana pasada. No sólo trabaja contra lo dispuesto en la Cámara, sino que también lo hace perjudicando a los intereses de España en el exterior, que pasan en primer lugar por nuestra pertenencia a la UE, en la que nuestro presidente se ha destacado como principal desestabilizador.

Tampoco nos favorecen sus intensas labores diplomáticas buscando adhesiones a la segunda resolución entre los países latinoamericanos y árabes, dos comunidades de evidente interés para España por múltiples razones históricas y en todos los órdenes para el futuro.

Finalmente, no es un empeño por la paz ni por la seguridad a escala mundial. Dando como inevitable la guerra contra Irak, lo primero que ha conseguido es avivar otros ajustes de cuentas entre vecinos empleando la fuerza.

Así, por ejemplo, Turquía ya ha anunciado, tras vender cara su colaboración con EE UU, que piensa adueñarse del Kurdistán iraquí; ¿se tendrá que atacar después a Turquía para desalojarla de aquel territorio? China ha vuelto a desempolvar sus pretensiones anexionistas sobre Taiwan; Corea del Norte ya ha lanzado un misil sobre el mar del Japón y el dictador coreano fanfarronea con sus armas nucleares listas para ser usadas. Y en el más grave de los conflictos, allí donde la masacre no es una hipótesis, sino una tragedia cotidiana y el empleo de armas destructivas contra la población civil es moneda corriente, en Palestina, los socios fundamentalistas del Gobierno Sharon amenazan con nuevos asentamientos, incumpliendo la enésima resolución de las Naciones Unidas.

El enorme desatino de los hechos responde a una pregunta que no era retórica.

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