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Columna
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El sestercio y las legiones

José Borrell Fontelles analiza el lado negativo de la actual fortaleza del euro frente al dólar. Según el autor, existe la posibilidad de que EE UU esté provocando esa debilidad de su moneda para financiar una guerra

Josep Borrell

Comentando el Presupuesto estadounidense y la depreciación del dólar -Un Presupuesto para la guerra, Cinco Días, 6 de febrero-, concluía recordando que desde los tiempos del sestercio y las legiones sabemos la relación que existe entre la potencia económica y la militar.

Hoy las modernas legiones completan el cerco de Irak, hostigadas diplomáticamente por los insumisos gobiernos de la Galia y la Germania, mientras el dólar se tambalea y las perspectivas bélicas taponan completamente el horizonte económico.

Probablemente la guerra hubiese empezado ya si no fuese por las dos derrotas sufridas en los últimos días por EE UU: la diplomática en el Consejo de Seguridad y la de la opinión pública en las manifestaciones del pasado fin de semana.

Todas las grandes economías necesitan hoy potenciar las exportaciones para estimular su crecimiento y a eso ayuda una moneda débil

Pero no han sido esos los únicos reveses de Bush. Mientras las legiones aguardan la orden de ataque, el presidente de la Reserva Federal, guardián del sestercio, critica su política económica con la misma radicalidad diplomática de Villepin. A Greenspan le preocupan, con razón, los costes de la guerra y los crecientes desequilibrios estadounidenses.

Los 'déficit gemelos' -el de la balanza de pagos y el presupuestario- han emergido de nuevo, retrotrayéndonos a los años Reagan, en la década de los ochenta. Las cifras son elocuentes. El déficit de la balanza corriente estadounidense ha rozado en 2002 los 500.000 millones de dólares, un 25% más que el año anterior. El superávit presupuestario heredado de Clinton, 2% del PIB, se ha transmutado en un déficit del 3% previsto para 2003.

Naturalmente, la guerra no es la única culpable de esta situación, a la que se ha llegado a golpe de reducciones de impuestos y apoyos presupuestarios para intentar combatir la recesión y los efectos del 11 de septiembre. Pero en estas condiciones, ¿puede EE UU afrontar el coste de la guerra? ¿O intentarán que la paguen los demás, más aún de lo que ya hicieron en la primera guerra del Golfo?

La política del dólar débil tiene mucho que ver con las transferencias de costes que implican los conflictos geopolíticos mundiales. Muchos ven en la caída del dólar el reflejo de las dificultades de todo tipo de la economía de EE UU. El enano militar europeo siente cierta satisfacción ante la súbita debilidad monetaria de la hiperpotencia estadounidense.

Después de tres años de cuesta abajo, que había alimentado todas las sospechas sobre la viabilidad de la moneda europea, el euro puede esperar enfrentarse a la hegemonía del dólar como moneda comercial, financiera y valor refugio. La reciente decisión del Banco Central de Rusia de convertir en euros una parte de sus reservas hasta ahora nominadas en dólares parece apuntar en esa dirección. Aleluya.

Pero, a pesar de haberla deseado tanto, no es seguro que la fortaleza del euro sea una buena noticia para las economías europeas. Ni que la devaluación del dólar sea el reflejo de la menor fortaleza de EE UU. Ciertamente nos compensa del incremento del precio del petróleo y así reduce las tensiones inflacionistas. Pero esas tensiones no son los principales problemas en las grandes economías centroeuropeas y esa ventaja puede ser mucho menor que el lastre de un euro fuerte para su capacidad exportadora.

La inquietud alemana es perfectamente comprensible. La situación económica exigiría un estímulo que no le puede venir ni del déficit público ni de los tipos de interés. En realidad, todas las grandes economías occidentales necesitan hoy potenciar sus exportaciones para estimular su crecimiento y a eso ayuda una moneda débil. ¿Y si en eso, como en tantas otras cosas, EE UU supiera mejor que nadie lo que les conviene y fuesen los únicos que son capaces de conseguirlo?

Naturalmente, el Gobierno estadounidense pregona alto y fuerte su política de dólar fuerte. Nadie proclama su interés en que su moneda se devalúe, pero posiblemente EE UU esté desplegando, a la chita callando, una estrategia de devaluación competitiva que los europeos, anclados en la defensa de los principios teóricos de una sana economía, consideramos como un síntoma de su debilidad estructural.

Y, ciertamente, nada mejor que la perspectiva de un conflicto bélico, como el de Irak, que implica costes, incertidumbres y políticas expansionistas para hacer bajar la cotización de una moneda. La debilidad del sestercio serviría así para ayudar a pagar el sueldo de las legiones. Sacarlas a pasear por el mundo amenazando con usar su inigualable poder ayudaría a crear esa necesaria debilidad monetaria.

Pero con legiones o sin ellas, nadie mejor que EE UU para influir en el comportamiento de los mercados financieros, convertidos en augures que escudriñan el significado de las declaraciones o los silencios de Greenspan. Con ello no quiero decir que sus críticas a la política económica de Bush sea parte de una estratagema concertada para fomentar las exportaciones estadounidenses. Más bien indican el fin de una época caracterizada por la confianza entre las autoridades presupuestarias y monetarias estadounidenses que les permitió coordinar eficientemente sus políticas. Algo que Europa nunca supo hacer.

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