La polémica 'acción de oro'
El Tribunal de Justicia de la UE sentó un importante precedente el año pasado sobre los límites a la intervención pública en las antiguas empresas privatizadas. En tres sentencias sobre sendas denuncias de la Comisión Europea contra Francia, Bélgica y Portugal, la última instancia judicial europea delimitó con claridad el derecho de los Estados a garantizar la viabilidad de aquellas compañías que prestan servicios de interés general para la ciudadanía.
Al condenar la discrecionalidad de las normativas francesa y portuguesa, el tribunal acotó los límites a la mera intervención política en defensa de intereses coyunturales. La ley belga, que prevé la intervención de las autoridades en el sector del gas en caso de peligro para el suministro, permitió a los mismos jueces avalar lo que consideraban un ejemplo de actuación mesurada. Bruselas acogió con satisfacción unas sentencias que, pensó, zanjaban la vieja disputa entre los encendidos partidarios de la acción de oro (el Gobierno de José María Aznar entre ellos) y sus detractores, como la Comisión Europea. Los siguientes casos, sin embargo, han demostrado que la jurisprudencia se encuentra lejos de estar definida.
El abogado general del tribunal, Dámaso Ruiz-Jarabo Colomer, presentó ayer sus conclusiones sobre dos nuevos casos de acción de oro. En el del Reino Unido considera injustificada la acción de oro impuesta en la privatización de la autoridad aeroportuaria. En el de España, en cambio, el magistrado se pronuncia a favor de la acción de oro que el Gobierno disfruta o ha disfrutado en Tabacalera, Argentaria, Telefónica, Repsol y Endesa, y a las que añadió después Indra e Iberia.
El razonamiento del abogado se basa en que la norma española responde a los criterios de proporcionalidad que el tribunal reconoció en la norma belga. El magistrado español también alaba el carácter transitorio (10 años en la mayoría de los casos) de la acción de oro española, y la intención del Gobierno de utilizarla sólo para preservar la seguridad del abastecimiento, la seguridad económica y social y la protección de los intereses de los consumidores.
Nada dice Ruiz-Jarabo sobre la potencial discrecionalidad que la ley española permite al Gobierno de turno, lo cual la acerca más a las reprobadas normas francesa y portuguesa. Baste recordar que el Gobierno abortó el conato de fusión entre KPN y Telefónica simplemente agitando el espantajo de la ación de oro porque no consideró apropiada la presencia de capital público en la operadora holandesa. Un argumento discutible, pero desde luego difícil de justificar en base al interés por garantizar el servicio, pues difícilmente la presencia de capital público puede ser una amenaza. Más bien es una prueba clara de la libertad que se arroga el Gobierno para influir en la estrategia empresarial de las sociedades que copan el mercado bursátil español. Algo que debe estar absolutamente desterrado en un mercado que apuesta por la libertad empresarial.