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Columna
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A los políticos no les gusta madrugar

La política como actividad orientada a las cuestiones concernientes a las fuentes de poder, las formas de gobierno y su legitimidad, las relaciones entre los individuos y el Estado, las diversas formas de libertades, etcétera, ha ocupado la atención de no pocos de los más grandes pensadores de la historia, desde Marx, Burke, Rousseau, Hobbes, Maquiavelo, a Santo Tomás, Cicerón, Aristóteles y Platón, entre otros. Y fue precisamente entre los griegos donde se empezó a discutirse acerca de los arquetipos y los problemas políticos.

Para ellos, que analizaron los primeros el lugar que cada grupo de hombres debía ocupar en una sociedad organizada de forma tal que en ella pudieran desarrollar las formas relevantes de vida y cooperación social, lo más destacable de las instituciones políticas diseñadas en la constitución ateniense fueron los medios para hacer que los políticos respondieran ante los ciudadanos sometiéndose a su control. Muchos siglos después, el parlamentarismo inglés se asentó en dos creencias firmes: a saber, que el Gobierno parlamentario se basaba en la existencia de una minoría que orientaba sus creencias y actividades a buscar el bien público y que el Parlamento era el lugar en que se podía criticar a esos dirigentes y sus partidos, exigiéndoles responsabilidades en nombre de todo el país.

Fue un pensador inglés, Burke, quien definió el papel que los partidos políticos desempañaban en el régimen parlamentario y el primero en formular, en 1770, una definición de aquéllos como grupos de hombres unidos para fomentar el interés nacional, basándose en unas ideas y creencias determinadas en las que todos sus miembros estaban de acuerdo. Pero a diferencia de los partidos y Parlamentos actuales, Burke sostenía firmemente la creencia de que un diputado no aprende de sus electores ni de los dirigentes de su partido los principios del derecho y el gobierno.

Esa idea según la cual la política se centra en el Parlamento, que es donde se toman las decisiones, se mantuvo hasta las primeras décadas del pasado siglo. Desde entonces, los partidos se configuran como organizaciones cerradas, tanto ideológica como personalmente, y sustituyen en sus funciones a los grupos parlamentarios clásicos, siendo ellos los que eligen por criterios de fidelidad a quienes les representarán en aquél. El resultado es una burocratización de los partidos, que coloca a la cabeza de éstos a un grupo de profesionales cuyo propósito esencial es mantenerse tanto tiempo cuanto les sea posible en el poder, eliminando la discusión interna y transformando tanto la noción de democracia como el funcionamiento del Parlamento y, en definitiva, del Estado hasta el punto de provocar una desconfianza cada vez más extensa y virulenta en la propia democracia representativa.

A diferencia de los diputados de Burke, los actuales no suelen conocer más principios del derecho y del gobierno que los transmitidos por los dirigentes de su partido, pues su carrera depende no de cómo defiendan los intereses de los ciudadanos sino de hasta qué punto respeten las decisiones de sus propios dirigentes, pues mientras cumplan con esa regla nada tienen que temer, aun cuando ello provoque una separación insalvable entre gobernantes y gobernados.

En las últimas semanas hemos sido testigos de hechos tan llamativos como el de un portavoz del partido de la oposición, que por no leerse bien los documentos que tenía en sus manos, permite que un miembro del Gobierno, acorralado por los hechos, pueda dar una vuelta dialéctica a la discusión parlamentaria y convertirse de controlado en controlador; o el caso del jefe de la oposición en un Parlamento autonómico que llega tarde a una votación clave y brinda así al Gobierno en cuestión un triunfo inesperado y de graves consecuencias. En cualquier otra actividad tan graves errores se pagarían muy caros, pero la endogamia de los partidos políticos es tal que sus autores podrán seguir en sus puestos, y quién sabe si incluso cometer nuevos errores.

A la vista de ello se me ocurre que también en política debería defenderse, más que en ninguna otra profesión, la libertad de despido; acaso de esa forma los políticos prestarían más atención a lo que hacen, o deben hacer, sabiendo que los errores se pagan con la salida de la empresa y sin indemnización, en lugar de una suave amonestación o, en el peor de los casos, un traslado a otro departamento. ¡Y no se diga que las elecciones cumplen ese papel porque una vez celebradas los políticos se consideran exentos de cualquier obligación, y si no recuérdese el pertinaz absentismo parlamentario de un ex presidente del Gobierno!

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