Necesidad y virtud
La gran cosecha vitícola de 1909 forzó la tradición de despedir el año con uvas
V
inicultores y viticultores han desplegado tal destreza para la venta de sus productos que las más modernas estrategias de marketing deberían rendirse ante industrias tan imaginativas y eficaces. Cuentan las crónicas de la villa navarra de Puente la Reina que, hartos de ver cómo los peregrinos del Camino de Santiago saciaban su sed en el río Arga, los cosecheros difundieron la leyenda de que sus aguas eran venenosas para que los atribulados caminantes tuvieran que comprar su vino si deseaban refrescarse en su viaje hacia el Monte do Gozo.
Algo muy parecido, aunque más liviano, radica en el origen de la tradición que propone a los españoles tomar las uvas a las doce en punto del último día del año. Desde que los romanos en sus rituales en honor al dios Janus (el de los rostros de viejo y joven que simbolizan el año que termina y el que empieza) dispusieron celebrar los últimos instantes del año comiendo dátiles e higos para que el año comenzara con dulzura, todas las culturas se han reunido en torno a copiosas mesas durante la noche de San Silvestre. Costumbre más arraigada en Europa que todavía hoy perdura, por ejemplo en Italia, era desearse ventura para los próximos 365 días ingiriendo lentejas, legumbres de mágica simbología que dicen propician la prosperidad económica. En muchas nocheviejas europeas, incluso en España, no falta la tartera de lentejas estofadas.
Otros países orientales depositaban todas sus esperanzas de ventura en la almendra, pero de las uvas nada cuentan los escritos anteriores a los primeros años del siglo XX. Al parecer, productores de uva levantinos (Alicante, Cataluña e incluso Italia son citados como lugares donde nació la idea) se inventaron una tradición -probablemente inspirada en la costumbre hebrea de dar a los invitados 12 uvas cada día de fin de año, o probablemente no- que solucionó los problemas que los grandes excedentes de cosecha les habían originado. Tal ejercicio de imaginación comercial ocurrió en 1909 y desde entonces los españoles han reproducido la tradición con puntualidad y entusiasmo. La costumbre, por tanto, es puramente española, aunque países latinoamericanos como Venezuela, Colombia o México también utilizan uvas para despedir y saludar el año.
Pero a las uvas de la suerte no paran de salirle competidores. Ya estuvieron los olivareros en su día empeñados en que en lugar de una uva se tomara una aceituna con cada campanada, y ahora, con idéntico afán, se han empeñado los citricultores. Hace unos años los habitantes de la levantina localidad de Puçol recibieron en sus buzones una carta del Ayuntamiento que les invitaba a que sustituyeran las uvas por un gajo de clementina para entrar con buen pie en el año nuevo. El eslogan del proyecto, un brindis que hará historia, cuajó y los lugareños se emplearon a fondo en el disfrute de los gajos de la suerte, que fueron preparados en bolsas para tal efecto por la cooperativa de la ciudad.