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Tribuna
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La inmigración y el hambre en el mundo

Estos días próximos a las fiestas navideñas, con sus característicos excesos gastronómicos en los países ricos de confesión cristiana, pueden ser momento propicio para sensibilizar la conciencia de la gente sobre la situación de hambre duradera que viene sufriendo una parte importante de la población del planeta. Los últimos datos de la FAO revelan la magnitud del problema: más de 800 millones de personas (un séptimo de la población mundial) no reciben el alimento diario mínimo necesario para subsistir.

Podría pensarse que el dramatismo de estas cifras sería suficiente para suscitar en los medios de opinión y centros de poder político algo más que el interés esporádico y efímero que muestran sobre esta desoladora calamidad.

Es muy posible que este escaso interés se deba a la falta de la experiencia directa que se tiene de otros problemas sociales que, como el desempleo, por ejemplo, acaban movilizando la opinión pública. Si la compasión ante este sufrimiento ajeno no sensibiliza suficientemente el ánimo, sí cabía esperar que lo hiciese el egoísmo como reacción ante los efectos del hambre en el mundo, cada día más patentes, como es la continua avalancha de inmigrantes en los países ricos.

Ha habido en todo tiempo movimientos migratorios motivados por toda una serie de factores que van de los socio-económicos a los culturales, pasando por los políticos. Pero la forma masiva y las condiciones penosas, y muchas veces arriesgadas, en que tienen lugar en esta época sugiere que a estos factores se añade la desesperación a que lleva una penuria continuada de alimentos en los países de emigración.

Hasta ahora los países de destino de estas migraciones se han preocupado más de sus síntomas que de las causas. Se ha intentado controlar y restringir la inmigración con medidas legislativas y policiales que no han impedido, sin embargo, que un número importante y creciente de inmigrantes consiga alcanzar y permanecer en el país de destino elegido.

Además de estas medidas, poco más eficaces como se ve que ponerle puertas al campo, se deberían dirigir más esfuerzos a frenar la emigración en los países de origen, promoviendo su desarrollo económico y en particular eliminando la penuria de alimentos en muchos de ellos.

Habría que empezar por determinar las causas que impiden que una producción mundial de alimentos capaz, según la FAO, de satisfacer sobradamente las necesidades alimenticias de la población total no llega a cubrir permanentemente las necesidades de una parte importante de la misma.

Algunos países pueden carecer temporalmente de alimentos debido a la escasez de agua, guerras más o menos larvadas y falta de organización, pero la causa fundamental del hambre es que la demanda de alimentos se restringe debido a la pobreza de una parte importante de la población del globo.

Según un estudio reciente (Sala i Martín, NBER, Working Paper número. 8933), la extrema pobreza (personas con renta de un dólar de 1985 al día) declinó significativamente entre 1970 y 1990, pero la situación cambió dramáticamente en los noventa.

Continuó la caída en Asia debido al fuerte crecimiento de China, India e Indonesia. Sin embargo aumentó de forma apreciable en América Latina y sobre todo en África.

Los países ricos podrían hacer mucho para poner remedio a esta situación. Dejando, para empezar, de falsear la libertad de comercio mundial que tanto defienden, reduciendo las importantes subvenciones dadas a sus agricultores (1.500 euros por agricultor al año tanto en EE UU como en la UE) que les permite bajar los precios de sus productos y poder exportarlos, penalizando la agricultura de los países pobres.

Aesto habría que añadir que una parte creciente de la tierra cultivable se dedica a la producción de pienso para el ganado, satisfaciendo así la creciente demanda de carne y productos derivados de los países ricos. Dos tercios del aumento de la producción de grano entre 1950 y 1985 en Estados Unidos y en Europa fueron destinados a pienso y como es sabido los cereales y las legumbres son mucho más eficientes produciendo proteínas que la carne.

La ironía de este sistema es que millones de personas del Primer Mundo padecen enfermedades debidas a una dieta excesiva e inadecuada y acaban muriendo de las mismas, mientras los pobres del Tercer Mundo fallecen de enfermedades asociadas a la pobreza y al hambre.

Naturalmente, en los foros económicos internacionales que se vienen sucediendo se ha deplorado este calvario de pobreza y hambre por el que pasa el Tercer Mundo, diciendo las mismas banalidades piadosas.

El último en el que ha tenido lugar este proceso ritual ha sido el de Johanesburgo sobre el desarrollo duradero, pero como era previsible los resultados no han estado a la altura de la retórica, por lo que es de temer que si algo parece duradero no es ciertamente el desarrollo, sino la pobreza.

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