El reto de una sola Europa
El 1 de mayo de 2004 la Unión Europea vivirá una de las transformaciones más radicales de su historia al incorporar de un golpe 10 nuevos Estados miembros. El pasado viernes, los Quince cerraron en Copenhague las negociaciones para la mayor ampliación de la construcción europea y el reto más ambicioso. Desde el punto de vista político, representa el fin de la división del Viejo Continente en dos bloques, pero desde una perspectiva económica plantea transformaciones de consecuencias imprevisibles. Sólo la incorporación de la pequeña isla de Malta parece tarea fácil. La asimilación de ocho países (Polonia, República Checa, Hungría, Eslovaquia, Estonia, Letonia, Lituania y Eslovenia), que sólo en 1989 iniciaron la transición hacia la democracia y el libre mercado, es un serio desafío económico y social. Y el ingreso de Chipre, una isla dividida desde 1974 por un conflicto territorial que enfrenta a Turquía y Grecia, incorpora una seria prueba para la balbuceante política exterior comunitaria.
La llegada de los nuevos miembros sorprende además a la Unión Europea con un engranaje institucional que ya renquea con 15 miembros. En 2004 la Unión debe dotarse de la primera Constitución de su historia y ese texto debe dar ya una orientación sobre el modelo político al que aspira Europa. La mayoría de los socios descarta la creación de un superestado, y, más allá de ese consenso, los Quince se encuentran divididos entre la tendencia hacia una organización federal y el impulso hacia una mera unión de Estados.
La coincidencia de la ampliación con estos titubeos puede ahondar la desorientación del club. La creación de la moneda única ha supuesto una cesión de soberanía tan colosal que los socios del euro dudarán mucho antes de dar otro paso adelante de la misma envergadura. La táctica de los euroescépticos será aprovechar la llegada masiva de nuevos miembros (a los que poco después se añadirán Rumania y Bulgaria) para diluir el proyecto de integración y transformar la UE en un área de libre comercio.
Los partidarios de una unión política y monetaria, comercial e integrada, deben poner freno a esa estrategia y profundizar el proceso de construcción europea. En ese sentido, el entusiasta apoyo del Gobierno a la candidatura de Turquía parece tan encomiable como sospechoso. José María Aznar parece alinearse con las tesis de quienes defienden la desmesura de la Unión para reducirla a una simple asociación de comercio. Sería conveniente que el Gobierno del PP aclarase sus intenciones sobre el futuro de Europa, pues hasta ahora todo su proyecto parece limitarse a postular la creación de un presidente de la UE cuyas funciones ni siquiera llega a definir. Por cierto, para ese puesto de presidente han demostrado contar con más credenciales y menos vasallajes los líderes de los pequeños países. Pero es a los grandes, entre los que figura España, a quienes corresponde defender el modelo de la Europa unida, de políticas comunes y solidarias.