El coste del despido, un tabú
En el Derecho del Trabajo español hay temas que son tabú, que vienen cargados con un valor simbólico muy importante que condiciona el tratamiento que reciben del legislador laboral y de los interlocutores sociales. El más evidente, en las últimas dos décadas, lo ha sido sin duda alguna el coste del despido, a pesar de las constantes críticas vertidas desde sectores empresariales.
En los años ochenta, los poderes públicos no fueron sensibles a las demandas de abaratamiento del despido, y sus indemnizaciones se mantuvieron inalteradas tras las sucesivas reformas laborales. Pero sí se notó la preocupación por los potenciales efectos sobre el empleo de esta opción. Para evitarlos se promovió la contratación temporal, que permitía a las empresas evitar el coste del despido al extinguirse los contratos por sí mismos. En vez de por la flexibilidad de salida se optó por la de entrada, diseñando una solución, el contrato temporal, que 10 años después se ha convertido en el principal problema del mercado de trabajo.
La reforma laboral de 1994, tan decidida en otros aspectos, no se atrevió sin embargo a tocar éste. Se prefirió poner todo el énfasis en la flexibilidad interna, y en facilitar de alguna manera los despidos en sus aspectos procesales y en sus causas, pero sin alterar su coste. A partir de la segunda mitad de los noventa estaba claro que hacían falta medidas más incisivas, y los interlocutores sociales se plantearon reducir directamente el coste del despido. Pero eso no se podía hacer abiertamente, modificando los correspondientes artículos del Estatuto de los Trabajadores para todos los contratos vigentes, o los nuevos. En vez de ello, se optó por mantener el régimen del despido para los contratos ordinarios, y por inventar un nuevo tipo de contrato, el de fomento de la contratación indefinida, para cuya extinción sí se preveía una indemnización más reducida, de 33 días. En el bien entendido de que a partir de ese momento la mayoría de los contratos indefinidos que se firmaran serían de este tipo, con indemnización reducida. Esto fue todo lo que se pudo hacer, y gracias a que se articuló mediante un acuerdo interconfederal para la estabilidad en el empleo. Fue una solución valiente e ingeniosa, pero también algo tramposa, porque ocultó la intención y el efecto de la medida, y el coste del despido no fue aparentemente alterado.
El último episodio hasta la fecha ha tenido lugar con la aprobación del decretazo. Ahora sí era el Gobierno el que quería abaratar el despido, amparado en su mayoría parlamentaria. Y aún así no se atrevió a hacerlo abiertamente, atacando la indemnización estatutaria, y se acudió a la supresión de los salarios de tramitación, con lo que se lograba el mismo resultado material sin que formalmente se redujera el coste del despido.
Si un lector poco avezado revisa el Estatuto de los Trabajadores quizás piense que la indemnización por despido improcedente se ha mantenido en los mismos términos en que fue establecida en 1980, esos famosos 20 o 45 días de salario por año de servicio de los que tanto abominan los empleadores españoles. Si mira con más cuidado verá que las cosas no son realmente así. Que un elevado número de trabajadores españoles no recibe indemnización alguna al extinguirse su contrato, por ser éste temporal, o que tiene derecho a una cantidad simbólica con esos ocho días de salario por año de servicio que el Estatuto les ha reconocido a partir de su reforma de 2001. Que la mayoría de los contratos indefinidos celebrados desde 1997 lo son con una indemnización reducida. Que al día de hoy los trabajadores no reciben salarios de tramitación, lo que reduce considerablemente la cantidad total que recibe en caso de despido improcedente. Para los empleadores, el coste del despido se ha reducido en una mayoría de los casos; para la legislación laboral, nada ha cambiado; el efecto tabú ha funcionado.