Empresarios, políticos y parados en China
Jacinto Soler Matutes analiza la apertura del Partido Comunista Chino y su coincidencia con el inicio de un largo periodo de ajuste social. El autor defiende nuevas políticas económicas capaces de resolver los grandes retos del país
El XVI Congreso del Partido Comunista Chino concluyó la pasada semana en Pekín con la elección de un nuevo secretario general y una significativa renovación de las principales estructuras de poder. El Congreso sirvió, asimismo, para poner en práctica la más reciente de las siempre peculiares teorías socialistas acuñadas por el gigante asiático. En este caso, se trataba de admitir en el seno del partido a los 'representantes más avanzados' de la sociedad china, entre los que figuran intelectuales y empresarios privados.
Aunque la medida se interpreta como un nuevo gesto aperturista del régimen, en realidad las relaciones entre empresarios y políticos se encuentran ya muy arraigadas en la nueva China. Por otro lado, la incorporación al partido del conjunto amplio de la sociedad, anunciada también en el Congreso, deberá ir acompañada de substanciales medidas anticorrupción y de nuevas orientaciones en la política económica, que permitan acallar el descontento de ciertos sectores sociales y, al mismo tiempo, garantizar la estabilidad.
En el contexto chino de los últimos años, marcado por crecientes oportunidades de negocio y un todavía destacado papel del Estado, las relaciones entre empresarios y políticos se han estrechado con sospechosa y peligrosa intensidad. La persistencia de restricciones en el comercio exterior, permisos y licencias de todo tipo, empresas públicas, entidades financieras bajo control estatal, así como un arbitrario sistema de exenciones fiscales, han obligado al empresario a considerar a los políticos como un factor clave en su actividad, cuya intervención puede incluso decidir la rentabilidad de un negocio o empresa.
Este mismo marco ha favorecido la proliferación de casos de corrupción, que amenazan con desestabilizar el régimen. Entre los casos más escandalosos, destacan, por ejemplo, un soborno masivo por contrabando a las autoridades de Xiamen en el sur de China, en el que se vieron implicadas unas 200 personas, incluyendo un alcalde y personalidades del Gobierno central, así como la desaparición de 600 millones de dólares en el faraónico y costoso proyecto del embalse de las Tres Gargantas en Sichuan. Así las cosas, no debería sorprender que el Gobierno chino haya llegado a aplicar la pena de muerte a algunos detenidos por corrupción, consciente de que su impopularidad entre la población amenaza la supervivencia del régimen.
La corrupción de los políticos, no obstante, podrá ser tolerada por las grandes masas sociales, en la medida en que el país logre substanciales tasas de crecimiento económico. Aunque las previsiones resultan particularmente halagüeñas, el país no queda al margen de importantes retos de política económica interna, especialmente en lo que respecta al reparto de los beneficios de este crecimiento. Entre ellos figura el necesario ajuste post-OMC, que deberán llevar a cabo la agricultura y la industria chinas, arrojando al paro o a la emigración a cerca de 150 millones de personas en la próxima década.
Esta reestructuración en curso provoca ya numerosas huelgas y manifestaciones en las calles y exige poner en práctica adecuadas medidas de redistribución de la renta entre capas sociales y provincias del país. Las finanzas del Estado, sin embargo, no gozan de una situación tan boyante como para lograr la necesaria cobertura social a corto plazo. Aunque las cifras oficiales chinas -con un déficit público del 2,7% y una deuda del 50% sobre el PIB-, cumplirían mejor con el Pacto de Estabilidad que las de algunos países europeos, la maraña de instituciones paraestatales y mecanismos alternativos de financiación ocultan niveles muy superiores de gasto y endeudamiento.
La privatización de las empresas públicas y la reforma bancaria constituyen otros dos pilares de la actual reforma económica china. En el primer caso, el reciente fracaso en una nueva colocación de acciones de China Telecom ha cuestionado la política de venta de participaciones públicas estratégicas, esencial para canalizar nuevos fondos hacia las mermadas arcas públicas. Los inversores extranjeros, en un deprimido marco bursátil internacional, han desconfiado del elevado precio de colocación y de las débiles garantías en materia de gobierno corporativo en las grandes empresas semipúblicas.
Por su parte, el elevado volumen de créditos dudosos en los bancos chinos constituye una cuestión muy debatida y a menudo comparada con la situación en Japón. No obstante, la realidad de ambos países en este ámbito es tan distinta como alejados sus actuales niveles de desarrollo. Así, el enorme crecimiento del crédito hipotecario y al consumo en China, como país en desarrollo, permite en buena medida compensar los créditos incobrables a empresas. No en vano, en China se han llegado, por ejemplo, a registrar colas de 24 horas y se han cobrado hasta 600 dólares para visitar pisos muestra, un auténtico sueño para muchos promotores inmobiliarios europeos.
La nueva dirección del Partido Comunista Chino, surgida de su recién concluido Congreso, deberá afrontar con determinación los grandes retos económicos que se plantean para los próximos años. La apertura del partido a la sociedad civil deberá ir acompañada de medidas adecuadas para hacer frente al descontento social en un periodo de profunda reestructuración y dolorosos sacrificios para muchas capas de la población.
Al mismo tiempo, la progresiva liberalización de la economía, resultado del ingreso en la OMC, deberá reducir el papel del Estado en la vida económica, restringir el margen para la corrupción y crear una clase empresarial emancipada de la política.
En estas circunstancias, Estado y sociedad podrán articular un diálogo eficaz que permita afrontar, con las necesarias garantías de estabilidad y paz social, la más compleja de las reformas chinas: la definitiva democratización del régimen político.