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Tribuna
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El abogado en la nueva Ley Concursal

El Boletín Oficial de las Cortes Generales publicó el 23 de julio de este año dos proyectos de ley que están destinados a modificar profundamente nuestro vigente ordenamiento jurídico: el Proyecto de Ley Orgánica para la reforma concursal y el Proyecto de Ley Concursal.

Como es natural, una reforma de la complejidad técnico-jurídica y repercusiones económicas de la proyectada está dando ocasión -y lo seguirá haciendo en el futuro- a la expresión de multitud de opiniones y pareceres.

En el campo de la política legislativa, parece haber suscitado especial interés la cuestión de la necesaria participación en el órgano de administración y representación del concurso -la llamada Administración judicial- de un abogado en ejercicio.

El concurso sirve para dirimir conflictos entre derechos e intereses, pero no para dirigir empresasLa composición heterogénea de la Administración judicial garantiza la confluencia de los puntos de vista jurídico y económico en sus funciones

Recordemos, a este propósito, cómo el Proyecto de Ley Concursal prevé que dicho órgano estará integrado -en el supuesto general- por tres miembros: un abogado con experiencia profesional de, al menos, 10 años de ejercicio efectivo; un auditor de cuentas o un economista o titular mercantil colegiado, con experiencia profesional de, también al menos, 10 años; y, finalmente, un acreedor que sea titular de un crédito ordinario o con privilegio general, que no esté garantizado.

Se discute, desde algunos ámbitos, la conveniencia y oportunidad de que un jurista con dilatada experiencia forme parte necesariamente de la Administración judicial. En mi opinión, sin embargo, se trata de una opción acertada. A continuación intentaremos justificar esta idea, no sin antes advertir que, tanto la experiencia comparada como la española, ponen en evidencia que son muchas y variadas las fórmulas utilizables para articular orgánicamente el concurso, sin que ninguna de ellas se haya demostrado claramente preferible a las demás.

En todo caso, y como punto de partida, debe señalarse que el concurso es una institución estrictamente jurídica y, además, de naturaleza judicial. El concurso existe sólo en la medida y en la manera en que la ley lo establece. Los intereses del deudor, de los acreedores y de otros posibles involucrados se componen en el seno del proceso atendiendo a la lógica de las normas, y no necesariamente a la lógica empresarial. El concurso sirve para dirimir conflictos entre derechos e intereses, no para dirigir empresas.

A lo anterior debe unirse el hecho de que la Administración judicial constituye el órgano de administración y representación del concurso. Nótese bien: del concurso. No necesariamente de la empresa del deudor.

Esta observación resulta procedente por cuanto una de las críticas más habitualmente vertidas contra la presencia de un jurista en la Administración judicial se basa en la pretendida incapacidad de estos profesionales para gestionar patrimonios empresariales. Pero la fuerza de esta objeción resulta, en mi opinión, más aparente que real. De un lado porque implícitamente presupone que habrá una empresa, y que ésta habrá de ser gestionada por los administradores judiciales, lo cual no sucederá en todo caso. De otro, porque, aun cuando se den las circunstancias presupuestas, la conclusión no se muestra suficientemente fundada, ya que no será la de gestionar el patrimonio del deudor la única función -quizás ni siquiera la primordial- de los administradores judiciales.

En cuanto a lo primero, no todos los concursados tendrán la cualidad de empresarios. Mas, aun cuando ese fuera el caso, habrá concursos -en principio los voluntarios en los que el juez no disponga otra cosa, pero también los necesarios cuando el juez así lo determine- en los cuales el deudor seguirá al frente de su empresa, quedando reservada a la Administración judicial una función de mera intervención (sin iniciativa de gestión económica). Además, y aunque éste sea el principio general, no siempre se continuará la explotación de la empresa del concursado, ya que el juez puede decidir el cese de tal actividad.

Pero, y pasamos así a la segunda línea de defensa de nuestra argumentación, el hecho de que la Administración judicial haya de sustituir en ciertos casos al deudor en el ejercicio de su actividad empresarial o profesional no constituye, en sí mismo, argumento en contra de la presencia de un abogado en su seno. Al menos no en mayor medida de lo que lo es contra la presencia de un auditor o un economista.

Porque a ninguno de estos profesionales se les pide que acrediten experiencia en la dirección o gestión de empresas, sino en el ejercicio de la profesión de auditor o de economista. Y esta experiencia puede no tener nada que ver con aquélla. De hecho, el propio Consejo Económico y Social, en su informe de noviembre de 2001, y después de mostrarse favorable a la configuración de la Administración judicial como un órgano plural y heterogéneo, apuntó que sería oportuno contar 'con la participación de algún profesional especialmente cualificado por su experiencia en la gestión empresarial y su conocimiento del sector', lo cual demuestra que tales condiciones no quedan aseguradas con la presencia de un economista o de un auditor (ni, por supuesto, con la de un abogado en ejercicio).

Lo que sucede es que al abogado -como al economista o al auditor- el proyecto lo quiere en el órgano de Administración judicial como depositario de conocimientos que se presumen de extrema utilidad para la adecuada administración y representación del concurso (repito: no de la empresa del deudor). Si parece clara la oportunidad de que uno de los integrantes de dicho órgano tenga conocimientos económico-contables, no cabe duda de que resulta igualmente recomendable que otro de ellos tenga conocimientos jurídicos suficientes.

Especialmente porque la Administración judicial tendrá que adoptar un buen número de decisiones que requieren de un previo y cuidadoso análisis jurídico (piénsese, por ejemplo, en el relevante papel que está llamada a jugar en relación con el ejercicio de las acciones de anulación, responsabilidad y reintegración de la masa, con el reconocimiento y la clasificación de los créditos, con la evaluación de las propuestas de convenio, con la calificación del concurso...).

La composición heterogénea de la Administración judicial garantiza, así, como resulta deseable, la permanente confluencia de los puntos de vista jurídico y económico en el desarrollo de sus funciones. A todo lo cual puede añadirse por último, pero no con menor importancia, el ahorro de costes que supondrá la posibilidad de prescindir, al menos para algunas tareas, del asesoramiento jurídico externo.

Otra cosa es que se piense que la Administración judicial debería estar profesionalizada. Ello sitúa la discusión en un plano diferente, porque -aunque probablemente se imbrica con ella- se trata de una cuestión que no coincide con la de las aptitudes profesionales que han de poseer los administradores judiciales. En todo caso, tampoco me parece mal la apuesta del proyecto por una Administración judicial profesional pero no profesionalizada. Pero, como digo, ésta es otra historia.

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