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Columna
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Tras la conversión de Prodi... ¿la del BCE?

Anselmo Calleja sostiene que flexibilizar el Pacto de Estabilidad europeo es abrir la caja de Pandora. Según el autor, se dará prioridad al egoísmo nacional de países que no tienen el coraje político de aplicar las reformas necesarias

La imagen que dan los mercados de las materias primas desde hace unos meses es bastante confusa. El índice The Economist en dólares, que caía casi un 9% anual en septiembre de 2001, subía un 12% el mismo mes de 2002. Es demasiado pronto para que sus efectos sobre el IPC de la zona euro se dejen sentir, pero lo acabarán haciendo, pues esta tendencia al alza probablemente va a continuar después de una caída de su nivel del 40% en los últimos cinco años, por el efecto negativo que tendrá sobre la producción de algunas materias primas importantes.

Lo más preocupante, sin embargo, para la estabilidad de los precios en la zona euro son quizás las voces que se oyen ahora a favor de una equívoca mayor flexibilidad en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (PEC), cuando en realidad se está empleando un eufemismo (tan en boga hoy en día) para defender un laxismo puro y duro de la política fiscal. Todo empezó con la inesperada conversión del señor Prodi, presidente de la Comisión Europea, que de guardián del pacto pasó repentinamente a ser su principal enemigo, alineándose con los grandes países que infringían sus normas.

Al abrir la caja de Pandora que supone el aplicar las viejas recetas keynesianas en las actuales circunstancias no va a salir más Europa sino menos, porque va en contra de las ambiciones comunes de crecimiento en la estabilidad y privilegia el egoísmo nacional de determinados países que no tienen el coraje político de aplicar las reformas necesarias.

Lo más preocupante para la estabilidad de los precios en la zona euro son las voces a favor de lo que es un laxismo puro y duro de la política fiscal

Esta mayor flexibilidad del Pacto beneficia principalmente (es un decir) a Alemania, país que lo impuso; también permite a Francia cumplir sus compromisos electorales de recorte de impuestos, y, qué casualidad, esta repentina conversión del señor Prodi le viene al pelo a Italia, pues coincide con el hundimiento de una empresa tan importante y emblemática para ese país como Automóviles Fiat.

Lo inquietante es que estos vientos contestatarios podrían estar llegando a Francfort, pues da la impresión de que el BCE está preparando el terreno para subirse al carro de los que preconizan la salida fácil (aunque falsa) del letargo económico europeo.

(Que no haya seguido a la Reserva Federal en su reciente recorte de tipos no quiere decir nada, no podía hacerlo sin una pérdida importante de credibilidad.)

Esa sospecha se sustenta en la declaración reciente de un portavoz cualificado de esa institución según la cual un recorte de tipos ahora relanzaría la economía sin efectos nocivos sobre la inflación. Pero la experiencia más reciente no parece darle la razón. La economía de la zona no da muestras de salir de su atonía a pesar del recorte de 150 puntos básicos en el tipo de interés a lo largo de 2001. Los precios no se han acelerado, por supuesto, pero tampoco muestran la mejora que cabría esperar de un crecimiento netamente inferior al potencial de la zona, ni de la caída de los precios de las materias primas, manteniéndose además persistentemente por encima del objetivo del 2% anual.

La clave para conseguir la recuperación de la zona euro estriba en que Alemania salga de su postración económica. Pero como es sabido, el estímulo monetario y/o fiscal no es el mejor medio para reactivar las economías cuyo mal es estructural. Y los problemas de Alemania tienen su origen en unos costes salariales elevados debido a un costoso sistema de seguridad social, a una presión fiscal desmesurada, una burocracia asfixiante y unos mercados de trabajo inflexibles.

Pero tan importante o más que todo lo anterior puede que sea el pesadísimo lastre que para las finanzas públicas suponen las ingentes sumas con que se viene subvencionando desde la unificación a la Alemania Oriental (hasta ahora inútilmente) para mantener en pie su economía.

Como conclusión, habría que decir que conviene guardarse de aplicar recetas de políticas económicas basadas en comparaciones erróneas.

Para la economía estadounidense, con los engranajes de su motor perfectamente lubricados que le dan una gran elasticidad, es natural que la Reserva Federal aplique su duodécimo (y ya casi el último posible) recorte de tipos de interés en dos años, situándolo en territorio negativo en términos reales, para apuntalar la creciente fragilidad del consumo privado (único motor que le resta a la economía) mientras se resuelve en uno u otro sentido la incertidumbre geopolítica centrada en Irak.

La diferencia con este lado del Atlántico no puede ser mayor. La desidia de los responsables políticos de algunos países importantes ha hecho que el orín invada partes fundamentales de su motor económico, por lo que un mayor activismo monetario llevaría a su recalentamiento primero y, finalmente, a una mayor inflación.

Japón creyó que bastaba con una política macroeconómica expansiva para diferir indefinidamente las necesarias y dolorosas reformas estructurales. Las consecuencias están a la vista. Europa no debe caer en el mismo error.

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