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Análisis económico
Tribuna
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Un mundo imperfecto

Llegó el final del verano y... se reanudó la actividad escolar. Ambiente cargado de aire respirado y vuelto a respirar. Carteras llenas de libros y libretas llenas de ilusión. 'Delenda est Cartago...', declamará un profesor de latín. ¡Ah! El estudio de los clásicos... 'La perfección es un atributo divino...', se escuchará en otra aula.

A tenor de los últimos acontecimientos y tendencias, alguien podría pensar que, o existe una nueva definición de perfección, más extensa que la anterior, o que la Economía (con mayúsculas) ha adquirido tintes celestiales, puesto que el modelo de competencia perfecta, también denomidado de libre mercado, ha sido aupado a los altares. La perfección o la excelencia es un concepto cada vez más perseguido, no sólo por el management, sino por toda la sociedad; y el funcionamiento rutilante de la economía parece ser garantizado por ese modelo. æpermil;ste parece haberse convertido en el paradigma de toda lógica económica, siendo su piedra angular el análisis coste-beneficio, o lo que es lo mismo, cada individuo es capaz de evaluar los costes e ingresos de las alternativas que se le presentan y actuar en consecuencia con el resultado del análisis (en terminología económica, los agentes son racionales).

Esta característica junto con otras conforman el marco teórico del modelo de competencia perfecta. Si todos los mercados funcionasen según esa pauta, el intercambio permitiría a la economía ser eficiente (en el sentido paretiano; a saber: no existiría ningún intercambio que posibilitara mejorar el bienestar de un agente sin perjudicar el de otro) y aplicar, además, un cierto criterio normativo de equidad, sin perder ni un ápice de eficiencia.

No obstante, sólo hace falta levantar la vista del periódico para darse cuenta que el mundo real no es así. Luego, cambiemos el punto de partida... ¿qué sucedería si los individuos no fueran racionales?, es decir, ¿qué pasaría si las personas no realizasen correctamente el análisis coste-beneficio? La solución es evidente: el resultado del modelo anterior no tendría por qué ser eficiente. Veamos un ejemplo. En mis tiempos de bachiller, fumar estaba terminantemente prohibido, aunque no figurara en ninguno de los 10 mandamientos y aun cuando constituyera la prueba básica en el rito de iniciación al grupo de los mayores. Han pasado unos cuantos años, y aunque sigue sin figurar entre los mandamientos, la prohibición de fumar es, si cabe, mayor que antes. Durante todos estos años, el raciocinio del porqué de la prohibición ha ido evolucionando, al igual que la ciencia económica.

No pretende el autor pasar revista a todas las explicaciones sobre el porqué de dicha prohibición, pero a grandes rasgos se podrían clasificar en dos. No se debe fumar porque es malo para uno mismo, o porque además de a uno mismo, se perjudica a los demás. El primero sería un enfoque egoísta; es decir, una persona puede evaluar los beneficios y costes que tiene su acción sobre sí mismo, y decidir. Por contra, el segundo implica contemplar que mis acciones pueden, además de afectarme a mí, afectar a otras personas, con lo que debería incluir esa ganancia o pérdida en el análisis. ¿Qué sucedería si no fuera capaz de evaluar correctamente el beneficio o daño que causara a otras personas? ¿O simplemente lo ignorara? La respuesta es también evidente: no sería racional. En numerosas ocasiones, los efectos de nuestras decisiones no recaen enteramente sobre nosotros mismos; sino que algunos lo hacen sobre otras personas. A esta casuística corresponde el análisis de las externalidades. æpermil;stas pueden ser positivas o negativas. Evidentemente, fumar constituiría un ejemplo de externalidad negativa, en cuanto el fumador no evalúa el perjuicio que provoca a otras personas. La consecuencia lógica de esa no correcta evaluación es que fuma demasiado, económicamente hablando; puesto que si pudiera contemplar todos los daños de su decisión, lo haría en menor medida.

Si el problema de las externalidades es el no poder realizar correctamente el análisis coste-beneficio, la solución parece fácil: que cada individuo tenga datos suficiente para poder realizarlo; en otras palabras, internalizar la externalidad.

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