Obediencia y desobediencia en el País Vasco
La interposición por el Gobierno vasco de una querella criminal contra el juez Garzón por prevaricación y su anunció de recurrir la Ley de Partidos ante el Constitucional forman parte de una doble estrategia: rentabilizar políticamente las seguras deserciones del electorado de Batasuna y reducir su responsabilidad en la impunidad con que esa formación ha actuado, dificultando de paso la actuación judicial tendente a demostrar la dependencia de aquélla respecto a ETA.
La decisión de la Mesa del Parlamento Vasco de considerar nula de pleno derecho la parte del auto que ordena la suspensión del grupo parlamentario batasunero refleja, a su vez, el propósito de impedir que el conflicto abandone las fronteras políticas -tan útiles para desviar la atención de las cuestiones en liza- para instalarse en los cauces judiciales, por mucho que se haya afirmado en el pasado que éstos eran los adecuados para juzgar las actividades criminales de ese grupo pseudopolítico.
Las medidas legales y judiciales, apoyadas por una creciente efectividad en la lucha contra ETA, han puesto nervioso al llamado nacionalismo moderado o democrático encarnado por el PNV. Lo demuestran las manifestaciones del señor Ibarretxe, calificando esas medidas de 'actuaciones e interpretaciones torticeras' y afirmando ufano que 'sólo el que cumple la ley tiene legitimidad para cambiarla' -incluso si se trata de la Constitución-, cuando en la práctica intenta recrear una versión actualizada del pase foral, que le permitiría desobedecer a su conveniencia las normas e instituciones 'españolas'. Y son esas referencias a la ' legítima legalidad' y a la obediencia las que deseo analizar desde una perspectiva que acaso no escandalice a ese nacionalismo: me refiero a la posible justificación de la desobediencia civil de esa parte de la sociedad vasca a la que las acciones y omisiones de las instituciones dominadas por el nacionalismo democrático condena desde hace tiempo a una situación injusta.
La doctrina de la desobediencia arranca en el siglo XIV, cuando un franciscano apellidado Ockam mantuvo la subversiva teoría según la cual una minoría perseguida puede, por motivos de conciencia, rebelarse contra la autoridad constituida. Dos siglos después, la Reforma insistió en el derecho a resistir al Gobierno establecido en materias que los disidentes considerasen honradamente como cuestiones esenciales para su fe, siendo el famoso tratado Vindiciae contra Tyrannos, de 1579, el que argumentaría que ese derecho a resistir se justifica porque el poder político existe para el bien de toda la comunidad, debiendo ejercerse responsablemente y estar sujeto al derecho y la justicia.
El advenimiento de la democracia implantó la creencia de que lo decidido por la mayoría es automáticamente expresión de la justicia; sólo poco a poco se aceptó que existen derechos que ni siquiera la mayoría puede conculcar. En esta concepción de la justicia como base de las obligaciones políticas se apoya nuestro régimen de democracia constitucional.
Traspasando ese esquema al País Vasco observamos que una parte sustancial de los ciudadanos que allí viven ha visto cómo, de forma continuada y sistemática, parte de sus derechos fundamentales están siendo violados; en una palabra, allí no todos los ciudadanos gozan de las mismas libertades.
A nadie podría extrañar que esos ciudadanos vascos juzgasen que su fidelidad a las leyes y actos del Gobierno vasco no sirven ya a la democracia constitucional que rige en el resto del país y, por tanto, sus convicciones éticas y políticas podrían llevarles, justamente, a una desobediencia expresa y responsable de esas leyes. Esa actitud, que evitaría la realización de todo tipo de actos violentos y asumiría sus consecuencias civiles, sería un toque de atención respecto al olvido al que la mayoría, dirigida por los nacionalistas moderados, ha relegado el cumplimiento de los deberes morales y legales en los cuales se basa la democracia constitucional, tanto en Madrid como en San Sebastián.
æscaron;ltimamente, los portavoces nacionalistas disfrazan burdamente sus violaciones de la Constitución y demás normas legales aduciendo atentados a la soberanía de su 'pueblo' y al bienestar de 'los vascos y las vascas'.
Conviene recordarle que la soberanía es compartida, mal que le pese al señor Ibarretxe, con el resto de la nación española; en cuanto a su bienestar, que -a semejanza de lo que ocurre entre la parte occidental y la oriental de Alemania- en buena parte es debido a las subvenciones que el resto del país les concede por medio del régimen de conciertos económicos.