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Tribuna
Columna
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Otra burbuja que acecha

Decir que lleva muchos años, bajo distintos signos políticos, formándose una burbuja inmobiliaria que, caso de pincharse, generaría una crisis superior a la recientemente producida por la burbuja financiera no sería otra cosa que desvelar lo que es un secreto a voces.

Todo el mundo sabe, y hasta aparece evaluado en algún informe como el de Naredo y Carpintero (El balance de la economía española 1994-2000, Fundación de Cajas de Ahorros Confederadas, 2002), que los aumentos de precios inmobiliarios han elevado el valor del patrimonio neto nacional de un modo desproporcionado. En dicho trabajo se estima, por ejemplo, que desde 1985 hasta 1991 el valor del patrimonio urbano se multiplicó por 3,7, y desde 1997, año en el que se inició el segundo ciclo alcista, hasta 2000 volvió a multiplicarse por 1,5, a pesar de haber sido éste un periodo con gran estabilidad de precios. Aunque en el trabajo, lógicamente, no se ofrecen datos posteriores a dicho año, todo parece indicar que los valores del patrimonio urbano prosiguen hinchándose de manera notable.

Aunque todos participen del secreto, lo cierto es que nadie se atreve a actuar sobre tan delicada materia, por más que esas anormales revalorizaciones, que gozan de la dudosa ventaja de enriquecer a unos pocos, tengan unos efectos devastadores sobre los muchos que han de endeudarse durante largos años para adquirir su vivienda o que han de soportar unos alquileres muy elevados.

Y todo ello bajo la ficción de que el mercado inmobiliario es inagotable y la inversión en ladrillos tiene garantizada su rentabilidad, cuestión que nadie acaba de creerse. A este respecto, resulta significativo el exquisito cuidado que se pone en evitar cualquier medida que pudiera generar una oferta masiva de viviendas que pudiese hundir los precios, como prueba la reciente bajada de tipos impositivos en muchos municipios madrileños para que las revisiones de valores catastrales no generen incrementos del IBI o el aumento previsto de las desgravaciones del nuevo IRPF, que van a llegar hasta el 40%, a los propietarios de viviendas en alquiler.

El problema está en que las ficciones se acaban desvaneciendo por cuidado que se ponga en mantenerlas, y más cuando, como es el caso de la vivienda en España, existe un difícil encaje entre una demanda limitada por la evolución demográfica y una oferta que, efectivamente, puede dispararse. En el censo de 1991 se contaron 17,2 millones de viviendas familiares, de las que 11,7 millones estaban ocupadas como residencia habitual de otros tantos hogares, 2,9 millones eran viviendas secundarias para fines de esparcimiento y recreo y nada menos que 2,5 millones estaban desocupadas. Este parque de viviendas, previsiblemente, se ha mantenido en alto grado, puesto que, del total de las existentes en 1991, sólo estaban en estado ruinoso, y por tanto no eran susceptibles de mejora, unas 54.000 viviendas.

A la espera de los datos del censo de 2001, todo parece indicar que el número de viviendas desocupadas ha podido aumentar en el último decenio, puesto que el ritmo de edificación ha sido muy alto, llegándose incluso, tanto en 1999 como en 2000, a haberse iniciado la construcción de más de medio millón de viviendas.

Hasta ahora han confluido algunas circunstancias que han favorecido la formación de la burbuja inmobiliaria, como la crisis bursátil que lleva a dirigir inversiones precisamente hacia bienes inmuebles; el fenómeno de la vivienda secundaria, donde España tiene un comportamiento tan atípico que nos lleva a ser el país del mundo en el que existe mayor proporción, cerca del 20%, de familias que poseen dicho bien; el hecho de que nuestro país siga siendo elegido como lugar de residencia por ciudadanos europeos, sobre todo jubilados, y, por último, la entrada de inmigrantes de los últimos años, aunque éstos, según todos los indicios, y a la espera de la confirmación del censo de 2001, parece que pueden estar residiendo de forma hacinada en viviendas, e incluso en infraviviendas, dada su escasa capacidad económica.

La duda que se plantea es hasta qué momento se podrán mantener unos valores inmobiliarios, resultado de especulaciones del suelo escandalosas y desorbitados precios de construcción, que no se corresponden en absoluto con la capacidad de ahorro familiar.

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