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Columna
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Tambores de guerra

Juan Manuel Eguiagaray Ucelay sostiene que quienes están a favor de un ataque de Estados Unidos a Irak emplean, de manera desvergonzada, una retórica insufrible para la inteligencia media de los mortales

La retórica al uso ocupa de nuevo el lugar de la reflexión. Sadam Husein ¿no es acaso un dictador indeseable? Puestos a elegir entre el presidente Bush y el dictador iraquí, ¿alguien puede abrigar dudas sobre el lugar en que España debe situarse? ¿Podemos confiar en la palabra de Sadam al autorizar la entrada de los inspectores de la ONU, a la luz de la experiencia de 10 años y de su probada capacidad de engaño?

Estas y otras preguntas retóricas por el estilo aparecen estos días en los medios de comunicación invitando a la discusión en unos términos que la inteligencia media no se merece. Afortunadamente, pese a la zafiedad del lenguaje binario utilizado por el presidente del Gobierno, el flamante líder de oposición no se ha deslizado por el mismo camino y en el mundo de los sofismas y las afirmaciones vacías han construido una de sus posiciones más claras.

Y mientras se abusa de consideraciones deleznables, otros argumentos merecen alguna reflexión mayor de la que, hasta ahora, han alcanzado entre nosotros. Algunos, los más importantes, son políticos; otros son económicos.

La UE ha pasado del 'no' a la guerra contra Irak al 'casi sí', lo que supone la enésima expresión de su intrascendencia política en el mundo

El señor Bush parece decidido a completar lo que su padre dejó a medias. Lo anunció hace muchos meses y la caída interna de su liderazgo, a pesar del 11-S no parece que vaya a favorecer, sino lo contrario, una reconsideración de la estrategia. El 11 de septiembre ha servido para convertir el terrorismo y cualquier otro riesgo en la ocasión de una 'guerra' sin fin. Lo malo de declarar la guerra -en el sentido convencional del término- al terrorismo es que significa tanto como apostar por la ausencia de victoria final y por la sucesión de frentes abiertos en lugares y situaciones de naturaleza completamente diferente.

Es obvio que el horizonte político del señor Bush no puede ser ni el final del terrorismo ni el de la injusticia o el de la tiranía en el mundo sino, mucho más modestamente, el de su propio mandato. Pues bien, ni siquiera computando los ocho años posibles de mandato presidencial, parece sensato pensar en un mundo a salvo de dictadores, de amenazas terroristas o de riesgos globales, por la vía de la permanente intervención bélica. Lo que convierte la estrategia americana tal y como se ha formulado en algo insostenible para los fines declarados. Pero, de nuevo, esto es una obviedad.

La política puede convertir en real lo que se antoja menos racional. El ejemplo europeo de alineamiento progresivo en torno a las tesis del señor Bush traduce no sólo la dependencia de Europa respecto del amigo americano, sino su incapacidad para mantener una posición creíble. Por un lado, mister Blair hace su propia política tanto doméstica como europea, al reforzar la privilegiada relación atlántica del Reino Unido con el hermano americano.

Y Berlusconi y Aznar tratan de salir de su insignificancia internacional ofreciendo apoyos incondicionales, en contra de sus opiniones públicas. Eso exige mucha retórica, ya se sabe, y, en nuestro caso, el abusivo recurso al dilema del conmigo o contra mí. Por su parte, Chirac puede cambiar de opinión casi con tanta facilidad como Aznar y no falta quien se pregunte si Schröder mantendrá sus criterios de no intervención militar -ni siquiera con el apoyo de Naciones Unidas-.

Del no europeo hemos pasado al casi sí... si la ONU lo autoriza. Es posible pensar que, en términos de derecho internacional, es todo un paso, aunque constituya una derrota de los criterios europeos y la expresión enésima de su intrascendencia política. Sería peor, desde luego, una intervención sin autorización de Naciones Unidas. Pero el resultado sigue siendo lamentable si no existen más razones que las conocidas hasta ahora para avalar tal intervención. El panorama de las consecuencias políticas internacionales aparece demasiado tenebroso como para permanecer impasible.

Como si hubiera que aliviar las conciencias de los dirigentes europeos y de la opinión pública ante lo que parece avecinarse, la diplomacia americana ha recurrido a los argumentos económicos. El vicepresidente Cheney, especialista en asuntos corporativos, ha recordado la ventaja de los países que apoyen una intervención en el reparto de los contratos petroleros de un régimen iraquí amigo en el futuro. Si ha de ser de todos modos, pudiera interpretarse, es mejor sacar algún fruto. Y no han faltado entre los propagandistas de la causa los que quieren unir la intervención militar con la política económica necesaria para salir de la prolongada fase de decaimiento de las economías americana y europea.

Paul Krugman se refería a estos argumentos hace días en The New York Times. Le faltó llamar ignorantes a los defensores de tales tesis. No sólo por la incapacidad del gasto en armamento para revitalizar la economía americana en mayor medida de la resultante de un gasto federal equivalente destinado, por ejemplo, a la limpieza del medio ambiente. Sino, principalmente, por los efectos que pudieran anticiparse sobre el precio del petróleo a la luz de otras crisis pasadas en Oriente Próximo. Efectos traducidos, como es conocido, en recesiones duraderas en la economía mundial. De modo que, si no existen buenas y poderosas razones para fiar a la intervención militar la resolución de los problemas del terrorismo, de la falta de libertades, de las amenazas globales o de todas las dictaduras en general, y son muy discutibles las razones económicas salvo para quienes se beneficien de los nuevos contratos petroleros, habrá que concluir que, si se llega a la guerra, será por otra causa. La que nos vienen explicando requiere, para ser entendida, el uso desvergonzado de una retórica, insufrible para la inteligencia media de los mortales.

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