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La atalaya
Columna
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El día después

El escenario teórico para el trío de halcones de la Administración Bush -Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz-, de cara al probable choque con Sadam Husein, parece ser el siguiente. EE UU, mejor acompañado por sus aliados, pero si no solo, desencadena un ataque relámpago contra Irak, que culmina con la toma de Bagdad y el derrocamiento del dictador iraquí. Esta apreciación optimista se basa, por un lado, en la indiscutible y abrumadora superioridad tecnológica estadounidense y, por otro, el ridículo protagonizado por el ejército iraquí y, en especial, la teóricamente temible Guardia Republicana durante la Guerra del Golfo. Una vez derrocado Sadam, se nombra un Gobierno provisional a la manera afgana con la misión de redactar una Constitución para satisfacer las aspiraciones de las tres minorías del país -kurda, sunita y chií- y proceder a la celebraciones de elecciones libres y democráticas. La caída de Sadam permite destruir las armas químicas y biológicas almacenadas, eliminar el programa nuclear mientras se asegura que el petróleo iraquí, el 10% de las reservas mundiales, permanece en manos amigas.

Como teoría no está mal, pero cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Las analogías que se pretenden establecer con Afganistán simplemente no existen. Irak carece de una fuerza opositora a Sadam equivalente a la Alianza del Norte, que pudiera servir de punta de lanza a las fuerzas invasoras. Las minorías kurda y chií están escarmentadas ante la falta de apoyo recibido de EE UU cuando, al final de la Guerra del Golfo y a instancias estadounidenses, se levantaron contra Sadam consiguiendo sólo ser masacradas por la Guardia Republicana. En segundo lugar, la oposición iraquí en el exterior -la interior ha sido asesinada- constituye un grupo heterogéneo de intereses encontrados entre los que sería difícil encontrar un equivalente del presidente provisional afgano, Hamid Karzai. En tercer lugar, las fuerzas armadas iraquíes, 450.000 hombres en activo y más de un millón de reservistas, pese a la merma armamentística por la derrota hace 11 años, cuentan aún con un arsenal militar considerable en comparación con la pobreza de medios bélicos exhibida por los talibanes.

A estos inconvenientes, y sin entrar en consideraciones geoestratégicas, conviene añadir uno, a mi modo de ver, clave: la oposición total de los países árabes de la región a una intervención estadounidense, sobre todo por las suspicacias que crea en las monarquías feudales y en los regímenes autoritarios del Golfo la posibilidad de un Irak abierto y democrático. Por tanto, el problema no es tanto derrocar a Sadam, sino cómo afrontar el problema iraquí el día después. La factura de la Guerra del Golfo fue sufragada en parte importante por el invadido Kuwait, Arabia Saudí, el resto de los emiratos y Japón. ¿Quién pagaría los millonarios gastos de esta campaña? Dudo mucho que el Congreso estadounidense esté dispuesto a correr en solitario con esa carga. Pero, además, hay otros inconvenientes igualmente onerosos. Para mantener Irak unido, frente a los separatismos étnicos y religiosos siempre latentes y las aspiraciones anexionistas de Turquía e Irán, EE UU tendría que ocupar militarmente todo el país y no sólo Bagdad. En Afganistán, las fuerzas aliadas tendrán que ser aumentadas, si quieren pacificar todo el país y no sólo Kabul y su entorno, como ocurre ahora. ¿Está EE UU dispuesto al sacrificio? Demasiadas preguntas aún sin respuesta.

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