La confianza, en ruinas
La quiebra de la hasta entonces todopoderosa compañía energética Enron y su desplome como un castillo de naipes, con un pasivo global declarado de 31.000 millones de euros, provocó que en cuestión de días se evaporaran miles de millones de dólares de capitalización bursátil, miles de trabajadores se vieran sin empleo y con sus fondos de pensiones reducidos a cero. Enron arrastró en su caída a la también hasta entonces todopoderosa Andersen, auditora de sus cuentas y asesora, que a lo largo de 2002 se ha diluido como un azucarillo en todo el mundo, engrosando la cifra de despidos y pactando su futuro en el resto de países llevando a cabo fusiones con empresas competidoras.
Los problemas de Enron se manifestaron muy poco después de los atentados a las Gemelas y al Pentágono. A finales del mes de octubre la compañía, entonces presidida por Kenneth Lay, conocedora de que no podría sobrevivir en solitario, comenzó a negociar su absorción por su competidora Dinegy. El fracaso de las negociaciones dejó a la empresa en la cuerda floja y el 8 de noviembre remitió un documento a la SEC en el que anunciaba una rectificación de sus cuentas y de sus resultados en los últimos cuatro años.
La crisis de la compañía eléctrica inauguró lo que ya hoy se conoce como una quiebra de la confianza de los inversores en el funcionamiento y la aplicación por parte de los ejecutivos de empresas de las normas contables en su exclusivo provecho. Pérdida de confianza que se agudizó cuando los reguladores del mercado estadounidense, principalmente la SEC, comenzaron a endurecer sus inspecciones sobre las empresas cotizadas, y poco a poco y con una alarmante continuidad aparecieron numerosos casos de mal funcionamiento contable.
La puntilla la dio el gigante de las telecomunicaciones estadounidense Worldcom, que una vez forzada la dimisión de su fundador, Bernard Ebbers, tras desvelarse que había recibido gigantescos créditos personales de la propia empresa, reconoció que sus responsables financieros habían inflado artificialmente los beneficios al contabilizar como inversión partidas que tendría que haber considerado como costes. El agujero se cuantificó en 7.180 millones de dólares.
Esta circunstancia llevó a la empresa a una debacle de cotización que, unido a su gigantesca deuda y rebaja de rating posterior, la llevó a entrar en suspensión de pagos a finales del pasado mes de mayo, protagonizando lo que hoy es la mayor quiebra de la historia de Estados Unidos.
Sin embargo, a pesar de la notable influencia que hubieran podido tener los ataques terroristas del 11 de septiembre en los alarmantes casos de crisis empresarial que se declararon en la primera mitad de este año, no se ajustaría a la realidad defender que fueron provocados por los atentados. La crisis de las empresas de tecnología se arrastraba ya antes del 11 de septiembre. La hoy llamada casi despectivamente burbuja tecnológica había estallado mucho antes y la onda expansiva de su explosión se hacía ya patente en la cuenta de resultados de no pocas empresas, fondos de inversión y pensiones y grandes corporaciones, que habían apostado decididamente, una no escasa cantidad de recursos propios y otra nada desdeñable porción de endeudamiento, en la loca fiebre del chip que se desencadenó en los últimos años de la década de los noventa.
Si bien es cierto que la caída de rentabilidad y de cotización había comenzado mucho antes, los atentados y la posterior campaña de Estados Unidos contra Afganistán extremaron la preocupación de los estadounidenses por la seguridad tanto en lo que afectaba a la prevención de nuevos ataques terroristas como a la solidez y credibilidad de su sistema financiero. En ese contexto, además de por la enorme alarma, por lo abultado de los casos y por la reiteración con la que se produjeron, hay que entender el mayor celo impuesto por la SEC en su labor de control de investigación. El eficaz vigilante de los mercados estadounidense había sido incapaz de detectar los enormes fraudes que se desencadenaron después de la caída de las torres y esa brecha había que repararla de forma inmediata. Tras varios años de subidas casi ininterrumpidas de la Bolsa y de plusvalías estratosféricas, la línea ética en los negocios comenzaba a desdibujarse. E impulsada por la obsesión de las autoridades estadounidenses de que algo parecido no volviera a suceder, se optó por la sobrerregulación.
Había algo urgente que rectificar y la Administración Bush puso todo su empeño y determinación el pasado mes de julio para lograrlo. Alumbró una ley financiera que prevé fuertes penas, incluso de cárcel e inhabilitación (un máximo de 20 años y cinco millones de dólares de multa), para los ejecutivos y empresas que manipulen a su antojo las normas contables en provecho exclusivo de sus cuentas de resultados y de la revalorización de sus planes de opciones sobre acciones.
La nueva regulación estadounidense tardó muy poco en cruzar el Atlántico y cuajar en Europa. A pesar de que hasta el momento no se ha dado en Europa ningún escándalo comparable a lo que ha sucedido en Estados Unidos, las autoridades de cada país han optado por fortalecer los controles sobre los mercados de capitales y promulgar nuevas normas contables que dificulten la manipulación interesada de las cuentas. Pero el pinchazo de la burbuja, el desplome de las Bolsas y la crisis de negocios por los que hasta entonces se había apostado de forma obsesiva, y casi irracional, provocaron que casos como la enorme crisis de Vivendi Universal, la de la alemana Deutsche Telekom, la francesa Alcatel o incluso la más reciente de France Télécom trajeran de la mano una cascada de dimisiones de los ejecutivos hasta entonces incuestionados y desde entonces humillados y casi vejados por haberse objetivado en ellos y en sus decisiones estratégicas la dramática reducción del valor bursátil de estas empresas.
La crisis cruza el Atlántico
Quizá el ejemplo más paradigmático de la oleada de crisis empresariales que se produjeron en Europa después del 11 de septiembre fue el de Vivendi Universal. Un coloso constituido tras la compra por el grupo francés Vivendi del conglomerado estadounidense Seagram Universal. La operación encumbró al francés Jean-Marie Messier, presidente del grupo Vivendi, a la categoría de gurú de la nueva economía, por haber sido capaz de transformar un grupo que hasta entonces había estado centrado principalmente en los negocios de construcción y tratamiento de aguas en la segunda compañía mundial de comunicación tras AOL Time Warner.
En cierta medida, el negativo reflejo contable de la nueva economía en las cuentas de las grandes multinacionales se puso de manifiesto en el momento en el que las autoridades estadounidenses adaptaron sus estándares contables en materia de fondos de comercio.
A grandes rasgos, la nueva norma, que entró en vigor el 30 de junio del pasado año, eximía a las empresas de amortizar el fondo de comercio (diferencia entre el valor contable de una empresa y el pagado en su adquisición) de las sociedades que adquirieran, cuando hasta entonces se hacía anualmente y por periodos de tiempo de entre 10 y 20 años. Con este instrumento a su favor, las sociedades que articulaban sus cuentas bajo normas contables americanas veían cómo sus cuentas de resultados crecían de una forma espectacular.
Sin embargo, esta norma establecía la obligación de revisar año tras año el fondo de comercio y dotarle si se comprobaba que había resultado dañado apreciablemente. La caída de las Bolsas en general, que, aunque ya venía sucediendo desde antes del 11 de septiembre, los ataques terroristas contribuyeron a acelerar, rasgó el velo y dejo ver la realidad. Las acciones de las compañías estaban enormemente sobrevaloradas, los activos comprados no eran capaces de asegurar rentabilidades a medio o largo plazo. Y las empresas compradoras se habían endeudado en algunos casos mucho más allá de sus posibilidades precisamente para comprar.
Fue y sigue siendo el caso Vivendi Universal. De repente tuvo que amortizar la enorme depreciación que habían registrado empresas de su grupo como el canal de televisión de pago Canal + o Universal, y se vio obligada a arrojar pérdidas increíbles hasta ese momento. Las agencias de rating comenzaron a intranquilizarse y rebajaron la calidad de la deuda, con lo que Vivendi se vio inmersa en una espiral de la que aún no ha salido, pero que la situó al borde de la quiebra con una crisis de liquidez inimaginable hasta entonces y que, como resultado provisional, ha supuesto la pérdida de más del 70% de la capitalización bursátil que tenía el 1 de enero, además de la destitución de su presidente, Jean-Marie Messier.