_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La hegemonía de EE UU tras el 11 de septiembre

Un año después del espantoso atentado contra los símbolos del poder económico, militar y político estadounidense (las Torres Gemelas, el Pentágono, el Capitolio), el mundo es más americano que nunca. Si ya tras la caída del muro de Berlín y el final del imperio soviético, en 1989, EE UU se había convertido en el único poder imperial, tras el 11 de septiembre el mundo es más consciente que nunca de estar condicionado por la hegemonía estadounidense.

Si alguna duda existía sobre ello, dos ejemplos muy actuales ilustran el aserto. Primero, la olímpica ausencia de Bush de la Cumbre de la Tierra celebrada en Johanesburgo -completada con la provocadora presencia de su secretario de Estado, Colin Powell, abucheado por los asistentes- y, más allá de ese aspecto simbólico, la actitud norteamericana ante los compromisos adquiridos y los desafíos enunciados hace una década en Río de Janeiro (EE UU no firmó el convenio sobre biodiversidad, ha boicoteado el Protocolo de Kioto sobre cambio climático, es el principal emisor de gases de efecto invernadero y el que más ha aumentado esas emisiones y es, asimismo, el país industrializado que menor porcentaje de su riqueza destina a ayuda al desarrollo...), así como su decidida oposición a comprometerse de manera concreta en cuestiones como la energía, la reducción de la pobreza o la apertura equitativa de los mercados, han sido las principales responsables del descafeinado plan de acción aprobado en la cumbre surafricana.

Segundo, la que ya parece imparable decisión unilateral de llevar a cabo -con el siempre incondicional apoyo de Tony Blair- una nueva guerra contra Irak. Sin ningún respeto, en este caso, a las reglas internacionales que establecen que cualquier tipo de represalia internacional debe ser autorizada por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y llevada a cabo mediante una fuerza internacional supervisada por el secretario general de la ONU.

EE UU se ha otorgado a sí mismo el derecho a ejercer discrecionalmente la justicia universal. El mundo es hoy, pues, menos multilateral y más unilateral que hace un año.

Es también algo menos libre. La ley de EE UU sobre seguridad pública adoptada en octubre de 2001, que otorga al Gobierno poderes casi ilimitados para luchar contra las organizaciones terroristas (recurso a tribunales militares, detención, por tiempo prácticamente ilimitado, de extranjeros sospechosos de terrorismo o de ayuda al terrorismo, etcétera) ha suscitado mucha inquietud entre las organizaciones americanas, y de otros muchos países, defensoras de las libertades públicas.

Y ha dado alas a que en otras partes del mundo -el Gobierno ruso respecto a Chechenia, el israelí frente a los palestinos, el Gobierno indio ante los islamistas de Cachemira, los dirigentes chinos respecto a los separatistas musulmanes de Xianjiang- algunos Gobiernos se hayan amparado en la guerra santa americana (la 'Dhijad americana', así bautizada por el periodista norteamericano L. Laphan) para recortar las libertades y violar los derechos ciudadanos.

El siempre difícil equilibrio entre libertad y seguridad se ha ido inclinando peligrosamente hacia esta última. Lo que siempre suele redundar en perjuicio de la libertad y, al final, también de la seguridad jurídica de las personas. La solicitud norteamericana de impunidad ante el Tribunal Penal Internacional, para sus soldados presentes en otros países, es la más reciente muestra de esta peligrosa deriva autoritaria.

El mundo tampoco es más seguro. No sólo porque el éxito en la eliminación de la principal estructura política, económica y militar del terrorismo internacional, Al Qaeda, haya sido aparentemente escaso, pese a la cruenta guerra, con miles de víctimas civiles, llevada a cabo en Afganistán.

Sobre todo, debido a que los conflictos sociales, políticos y geoestratégicos que alimentan las actividades terroristas (la pobreza, la injusticia, la discriminación, la ocupación y el fanatismo) no sólo no han disminuido sino que se han acrecentado. Lo que es peor, las injusticias sociales, que son las más preocupan a centenares de millones de personas en todo el mundo, han sido aún más relegadas, si cabe, en la agenda política.

El conflicto palestino-israelí está peor que nunca, el peligro de un grave conflicto político con todo el mundo árabe es, en el caso de un ataque unilateral a Irak, una hipótesis bastante probable y los aliados de hace un año están hoy bastante más escépticos y divididos que entonces respecto a las iniciativas americanas. En suma, el mundo no ha ganado en seguridad.

En este tiempo transcurrido, el mundo se ha hecho también más incrédulo. Incredulidad creciente ante una cruzada antiterrorista que se entremezcla sospechosamente con otros menos nobles intereses políticos y estratégicos vinculados al petróleo (en torno al mar Caspio, a Arabia Saudí, a Irak). Incredulidad creciente también ante un modelo de desarrollo capitalista americano salpicado de grandes escándalos, de quiebra de los ahorros de las clases medias por las continuas bajadas de los valores bursátiles, de la indecencia que suponen los salarios de algunos directores de empresa que alcanzan 9.000 veces (como es el caso del ex director de General Electric) el salario medio americano.

En este panorama de hiperhegemonismo norteamericano, el papel que sea capaz de jugar Europa puede resultar decisivo. Para ello tiene que terminar de ser. En lo político, para tener una sola voz. En lo estratégico, culminando la ampliación. En lo democrático, con una Constitución. En lo militar, con una Europa de la defensa. En lo social, manteniendo el modelo social europeo. Y, sobre todo, ese papel tendría que ser especialmente activo en la defensa de un modelo solidario, diferente, humano y sostenible de convivencia global en el planeta.

Archivado En

_
_