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Columna
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Lisboa sin Berlín

José Borrell Fontelles analiza la aplicación del Pacto de Estabilidad de la UE en momentos de menor crecimiento. El autor destaca el diferente rasero que se aplica en función del peso económico de cada país miembro

Josep Borrell

æscaron;ltimamente los mercados financieros están bastante más preocupados por los escándalos empresariales americanos que por las vicisitudes del Pacto de Estabilidad (PE) que limita los déficit públicos de los países de la eurozona.

Quizá por eso el permanente debate sobre su aplicación efectiva ha perdido transcendencia. Además, el inicio de la campaña electoral alemana no es el mejor momento para plantear problemas al mayor contribuyente neto al Presupuesto comunitario, aunque su déficit roce ya la frontera del fatídico 3%.

Pero, si el clima económico no mejora, la Comisión tendrá que llamar al orden a tres grandes países, Alemania, Italia y Francia, que representan el 70% del PIB de la eurozona. Mientras tanto, los problemas concretos que se plantean con dos países de pequeña dimensión económica como Portugal e Irlanda son bien representativos de las disfunciones del PE.

Portugal había escapado hace poco a las 'advertencias preventivas' de Bruselas porque Alemania las merecía tanto o más y Gerhard Schröder se negó a recibirlas. Pero el nuevo Gobierno portugués, siguiendo una práctica que es ya habitual en todos los países después de cada elección, ha reconocido un déficit heredado (4,1%) que supera con mucho el límite del PE. La Comisión no ha tenido más remedio que anunciar un procedimiento sancionador por déficit excesivo que podría implicar una multa de hasta el 0,5 % del PIB y la suspensión de los fondos de cohesión que representan para nuestros vecinos 3.000 millones de euros para el periodo 2000-2006.

Para enderezar la situación y evitar unas sanciones que no harían sino empeorarla, Portugal tendría que aplicar un plan de ajuste brutal, socialmente doloroso y contraproducente en una coyuntura recesiva.

Haciendo honor a la situación la ministra de Hacienda ha calificado sus planes de 'violentos'. Por supuesto que las promesas electorales de rebajas de impuestos han sido olvidadas, el IVA ha aumentado dos puntos, las inversiones públicas paralizadas, pensiones, salarios públicos y gastos sociales congelados, etcétera.

Buena parte de los problemas de Lisboa con su déficit, como los de Berlín con el suyo, provienen de un crecimiento menor del esperado. Y es de temer que esas medidas disminuyan todavía más el crecimiento y con ello los ingresos fiscales. Nuevos recortes del gasto serán necesarios para intentar restablecer a contracorriente un equilibrio contable que en realidad sólo se podría alcanzar efectivamente con una política de apoyo al crecimiento.

Las peores consecuencias de esta política las pagarán los sectores más débiles. Lo que es especialmente lamentable en un país en el que las diferencias de riqueza son las más grandes de la UE. Esperemos de la 'flexibilidad' con la que la Comisión se propone aplicar un Pacto, cuya letra nadie se atreve a cambiar, que no se agrave la situación de un país que, 16 años después de su ingreso en la Comunidad, sigue en la cola de la clasificación por renta y necesitando la ayuda de sus socios europeos.

Irlanda es igualmente ilustrativa de las disfunciones del PE, pero por razones diametralmente opuestas. Su despegue económico durante toda la década de los noventa ha borrado su imagen de país pobre y marginal. Pero, a pesar de haber escalado muchos puestos en el ranking de la renta per cápita de la OCDE, Irlanda necesita todavía grandes inversiones en infraestructuras. Sin ellas su crecimiento se estrangulará, como ya nos ocurrió a nosotros.

Ello implica un esfuerzo de inversión pública que no tiene sentido económico financiar sólo con recursos corrientes. Con un alto crecimiento, un bajo endeudamiento y uno de los niveles de gasto público más bajo de la UE, Irlanda es un caso de manual para aplicar la vieja regla de oro y financiar parte de la inversión con déficit sin afectar negativamente a la sostenibilidad de la Hacienda pública.

Por el contrario, aplicar en esas circunstancias una convergencia rápida al déficit cero, en nombre de una regla general aplicable a 12 países, sería social y económicamente contraproducente.

Es lo que explica con rigor el actual líder de la oposición laborista irlandesa que, por cierto, tuvo desde el Ecofin, durante la presidencia irlandesa de la Unión en 1996, un papel importante en la negociación del PE. En sus argumentos encuentro hoy la repetición cuasi textual de los que yo utilizaba en mi crítica a los fundamentos económicos de dicho pacto.

En los primeros años de su aplicación el PE ha sido capaz de mantener la disciplina fiscal necesaria para acompañar el nacimiento del euro. Hoy las circunstancias aconsejan perfeccionar sus criterios para adaptarlos a las circunstancias de cada país. Y evitar que se les apliquen distintos raseros en función de su importancia política.

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