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Tribuna
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Absolutismo y gobierno corporativo

Francisco de Vera analiza la situación de los mercados desde principios de 2000 y el agravamiento de la crisis tras los escándalos contables. El autor destaca las reclamaciones del inversor en favor de soluciones

Los ahorradores de buena parte del mundo no terminan de salir de su perplejidad. Las Bolsas mundiales no paran de caer, pese a que los profesionales del mercado llevan casi dos años afirmando que la corrección de las cotizaciones ya se ha producido y aconsejándoles comprar cuando todavía lo pueden hacer a buenos precios. La caída comenzó al final del primer trimestre de 2000, cuando se puso de manifiesto que las empresas puntocom eran un fiasco. Continuó al comprobar el mercado que las compañías de telecomunicaciones debían más dinero que el que era razonable que consiguieran recolectar. Y se consolidó cuando las industrias pertenecientes a la prematuramente envejecida nueva economía reconocieron disponer de un exceso de capacidad y de inventarios.

La cosa parecía estar controlada. Al fin y al cabo no era la primera vez que el mundo se enfrentaba a una crisis de sobreproducción. Se afirmaba que una vez corregidos los excesos, los mercados volverían a su cauce. No había más que achatarrar algo de capacidad instalada, despedir a algunos empleados y retocar a la baja el precio de las acciones para que se retornara a la bonanza económica anterior.

Sin embargo, para empresas acostumbradas a atender sus obligaciones entregando su medio de pago privado -sus acciones u opciones para comprarlas- el tener que pagar sus deudas con dinero efectivo representaba un engorro, pues sus modelos de negocio no generaban suficientes fondos. Y de ahí que los problemas de liquidez de algunas empresas les impidieron seguir ocultando su situación. Empresas que habían declarado gozar de excelente salud se convirtieron en candidatos a la suspensión de pagos.

Terminado el milagro de la nueva economía, parece que se entierra el modelo de vigilancia societaria y que se pedirá que el Estado tome cartas en el asunto

El asunto no hubiese tenido mayor importancia si no hubiese sido porque estas mismas empresas gozaban de las recomendaciones de compra de los analistas de prestigiosos bancos de inversión, contaban con informes de auditoría limpios firmados por la crema de la profesión y disponían en sus consejos de administración de numerosos y prestigiosos consejeros independientes que no habían sabido ver o que no se habían atrevido a impedir que los gerentes de las compañías se llevaran el dinero a casa.

Para poner las cosas peor, los errores o negligencias de bancos de inversión, auditores y consejeros parece que no han sido involuntarios. Los bancos recomendaban a sus clientes las acciones de sus clientes corporativos, los auditores firmaban en barbecho las cuentas de sus clientes de consultoría y los consejeros independientes resultaron ser amiguetes de los gerentes, con los que intercambiaban puestos en los consejos o se aprovechaban de los negocios que les pasaban aquellos a quienes tenían que vigilar.

Lo grave es que analistas, auditores y consejeros independientes eran tres instrumentos que la sociedad civil había ideado para orientar y proteger a los inversores sin recurrir a la injerencia indeseada del Estado, y había resultado que estos tres instrumentos se revelaban frágiles para conseguir sus objetivos.

Mientras todos ganaban dinero, nadie ponía en cuestión el sistema, sino que lo exhibían como modelo de control y vigilancia de los gestores societarios. Tres instituciones no estatales habían sido pensadas para remar en el mismo sentido: los consejeros independientes defendían dentro de las sociedades los intereses de los accionistas minoritarios, los auditores verificaban que la información financiera era veraz y el mercado (analistas) daba su juicio definitivo sobre el valor y expectativas de la empresa. Tras el desastre, el público inversor reclama soluciones que impidan que se vuelvan a repetir casos como los aireados por la prensa. Sin embargo, o los legisladores y las organizaciones autorreguladas andan cortas de imaginación, o los lobbies de auditores y bancos realizan una excelente labor. Para empezar, de la reforma del negocio de la auditoría, haciéndolo incompatible con la consultoría, no se ha vuelto a hablar. Los problemas de conflictos de intereses en los bancos de inversión no encuentran quién se ocupe de ellos. Y parece que todos podrían estar de acuerdo en que con más consejeros independientes y reuniones de éstos sin la presencia del gerente que les nombra y les paga, tal como propone la Bolsa de Nueva York, la cosa pasaría a estar controlada.

En la misma longitud de onda se encuentra el presidente estadounidense, que ha tomado un curso aparentemente más radical. En su línea de 'quien la hace la paga', propone como solución para los fraudes corporativos incrementar los castigos que deben sufrir los ejecutivos deshonestos. La política se supone que puede tener igual efectividad que la que podría conseguir el Papa si pretendiera combatir el pecado en el mundo indicando al diablo que aumente la temperatura de sus calderas.

El caso es que, terminado el milagro económico de la nueva economía, parece que se está enterrando también el modelo imperante de vigilancia societaria y da la impresión que se empezará a pedir que el Estado tome cartas en el asunto. En el ámbito del gobierno de las sociedades mercantiles nos encontramos en una disyuntiva parecida a la que se encontró Europa cuando decidía entre el absolutismo ilustrado y la democracia parlamentaria. Los que en aquella ocasión estaban en el machito decían aquello de 'todo para el pueblo, pero sin el pueblo'. Algo así deben estar pensando los que insisten en la defensa de los consejeros independientes como garantía de la defensa de los accionistas minoritarios. Por esa vía no se llegará muy lejos, y a la postre, las limitaciones que se continúen imponiendo a la gestión democrática de las compañías terminarán provocando una mayor injerencia estatal en la vida corporativa.

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