La concertación social a partir de ahora
La huelga del pasado 20 de junio ha tenido proporciones que nos hacían recordar la del 14 de diciembre de 1988. Es cierto que aquella huelga se generalizó un poco más. Pero el notable aumento que en estos 14 años ha tenido nuestra población activa y asalariada hace que la cifra absoluta de huelguistas pueda haber sido esta vez similar, si no superior.
Sin embargo, de las diferencias a destacar entre ambas, está que mientras el Gobierno de Felipe González retiró inmediatamente el detonante del 14-D, esto es, el llamado plan de inserción laboral de los jóvenes, y reconoció que la respuesta de los trabajadores había sido amplísima, el Gobierno de Aznar no parece dispuesto a retirar nada de momento, centrando todos sus esfuerzos en negar la evidencia; esto es, que el rechazo de los trabajadores a sus reformas ha sido masivo.
Para algunos, ha resultado patético el espectáculo de manipulación informativa al que se ha dedicado el Gobierno y sus mercenarios de la pluma y la palabra, antes, durante y después de la huelga. Para otros la preocupación va más allá.
Aparte las falsedades, desinformación e intentos de amedrentamiento previos a la huelga, que el portavoz del Gobierno dijera el día 20 que tal huelga no existía o que ministros y dirigentes del Partido Popular hayan reiterado que las reformas no quitan derecho alguno a los trabajadores, no son meros ejemplos del ya habitual uso de la mentira como instrumento gubernamental.
Podemos estar asistiendo a un nuevo salto adelante en la utilización de medios y recursos públicos para consolidar una política informativa de ingrato recuerdo para quienes vivieron, por ejemplo, la forma en que Manuel Fraga Iribarne trató las huelgas mineras de 1962, cuyo objeto no sería tanto aferrarse a la minimización del rechazo social para justificar el mantenimiento de las reformas, como a hacer más fácil el ejercicio autoritario del poder a costa de la degradación de la democracia.
La importancia de lo sucedido el pasado 20-J no radica sólo en la amplia dimensión de la respuesta sino, también, en el nuevo escenario que prefigura.
Lo sensato sería que el Gobierno reconsiderara las reformas, aprovechando para ello el trámite parlamentario de conversión en ley del llamado decretazo. Pero esto puede ser como pedir peras al olmo. Lo que está fuera de duda es que los sindicatos consideran que el famoso partido que Aznar quería ganar, lo ha perdido. Y no van a quedarse quietos hasta conseguir que las reformas sean, efectivamente, reconsideradas.
Más allá de lo inmediato, también parece claro que hay un antes y un después, no tanto del 20-J como del decretazo.
Que el Gobierno haya sumado a sus muchas torpezas la de creer que podría impedir la participación masiva de los trabajadores en la huelga no quiere decir que lo hecho contra los parados y en pro del abaratamiento y la facilidad para los despidos hayan sido fruto de una improvisación. No pueden disociarse de su contrarreforma fiscal, de su propósito de modificar en negativo la normativa sobre negociación colectiva, del anuncio de que en la próxima modificación del sistema de pensiones pueda introducirse el extender a toda la vida laboral de los trabajadores el cálculo de la base reguladora de su pensión, por no hablar de la también anunciada reforma -a peor, claro- de la Ley de Extranjería e, incluso, de la modificación de la normativa que regula el derecho de huelga.
Con el estilo seguido de un tiempo para acá, donde en lugar de concertación y diálogo social el Gobierno ofrece trágalas en los que la opción es aceptarlos o rechazarlos, el panorama ha colocado la interlocución entre sindicatos y Gobierno en un plano donde sólo una inflexión en la política y en la prepotencia de éste podría abrir negociaciones fructíferas. Es poco probable, pero habrá que plantearlo.
En el nuevo escenario hay que resituar la interlocución entre patronal y sindicatos. Creer que el progresivo cierre de las vías de interlocución entre sindicatos y Gobierno facilitará la negociación y los acuerdos con la CEOE equivaldría a mirar hacia otro lado ante la evidente complicidad de la patronal -da lo mismo por activa que por pasiva- ante las agresiones que se están haciendo a los derechos de los trabajadores. Por supuesto que habrá que seguir negociando convenios colectivos. Pero no parece verosímil que a corto plazo puedan repetirse acuerdos interconfederales equivalentes a los de 1997, por citar la experiencia más conocida.
El daño que el Gobierno y la patronal le han hecho a las pasadas experiencias de diálogo y concertación social ha sido muy fuerte. No se puede pretender, por ejemplo, que año tras año los sindicatos asuman una política de moderación salarial en aras de que se cree más y mejor empleo, y encontrarse luego con la imposición de medidas que empeoran la calidad de los contratos y con subidas de precios exageradas, fruto de la pura y simple codicia.
Es inequívoca la apuesta sindical por encontrar soluciones negociadas a los problemas. Pero con equilibrio y equidad en lo que cada uno aporta y recibe. Quizás el 20-J favorezca ese equilibrio.