Lo pequeño no siempre es hermoso
Anselmo Calleja analiza los últimos datos de la economía española. El autor destaca que la estructura del sistema productivo, basado en gran número de pequeñas y pequeñísimas empresas, limita el avance de la productividad
Se podía aceptar, de ajustarse a la realidad, la justificación de la persistente y ahora bastante más elevada tasa de inflación en España que en la zona euro dada por el ministro de Economía, por su mayor ritmo de crecimiento de la actividad y de la demanda y como consecuencia, cabe deducir, por la mayor presión sobre los recursos de la economía.
Sin embargo, los datos macroeconómicos más recientes están en total desacuerdo con estos argumentos. El ritmo de crecimiento anual en el primer trimestre (2%) superaba en efecto significativamente el de nuestros socios, pero era menor que el del potencial (2,5%). No es probable, por tanto, que ésta sea la causa de las mayores tensiones inflacionistas.
Tampoco parece que provenga del choque de la expansión de la demanda final contra la capacidad productiva, si aquélla se estima correctamente. Si los recursos de la economía deben hacer frente (junto con las importaciones) a la expansión de la demanda interna y las exportaciones, no parece que se hayan generado fuertes tensiones en el periodo más reciente, pues la suma de estos dos agregados permanecía prácticamente estancada en el primer trimestre (corregida de variaciones estacionales) y apenas crecía el 1% sobre un año antes.
Cabe, pues, pensar que sean factores estructurales los que estén detrás de este comportamiento alcista de los precios, lo que haría mucho más difícil y problemática su contención en el corto plazo. Uno de ellos, aunque quizás no el más importante, es el proceso de igualación de precios en los países de la zona, consecuencia de la moneda única y del fenómeno de convergencia real. Este alineamiento implica que países con precios inicialmente más bajos registrarán mayores aumentos, como es el caso de España en los servicios (fundamentalmente en hostelería), donde su ritmo de aumento medio en 1998-2001 fue (3,7%) el doble que en la zona euro.
Otro factor estructural es la progresiva caída tendencial del ritmo de aumento de la productividad del trabajo, que ha pasado de más del 4% anual en la década de los ochenta a un escaso 0,5% en 2001. Y no se puede achacar esto a la insuficiencia de un elemento capital en su evolución como es la inversión fija, ya que en los últimos siete años creció (excluida la construcción) un 60% frente a un aumento del 30% del empleo.
Hay, sin embargo, otros factores claramente estructurales que sí están frenando el avance de la productividad en España más que en el resto de los países de la UE, aunque sea prácticamente imposible estimar en qué medida. En primer lugar, una movilidad de los factores de producción inadecuada para afrontar con éxito los cambios rápidos y profundos de su empleo en busca de la mayor eficiencia que exige la globalización de la economía. Viene después una inversión en capital humano (calidad de la enseñanza a todos los niveles y formación profesional de los trabajadores) que no parece estar a la altura de las circunstancias que conforman los rápidos y profundos cambios tecnológicos.
Pero es seguramente la estructura del sistema productivo español, basado en empresas pequeñas y pequeñísimas, un factor importante de la incapacidad de la economía para generar fuertes avances en la productividad, base de la creación de la riqueza necesaria para alcanzar y eventualmente superar el nivel de bienestar de la media de la UE. Y el directorio de empresas del INE revela (véase gráfico) unas cifras interesantes a la vez que preocupantes, como es que en 2001 el 89% de las empresas tenía hasta cinco asalariados y daba ocupación al 30% del empleo total. Además, y esto es quizás lo más grave por la tendencia que pudiera marcar, de las 127.000 empresas creadas en los dos años hasta 2001, sólo 1.625 tenían 100 o más asalariados.
Como está ampliamente reconocido por empresarios y economistas, para acrecentar su productividad y ventaja competitiva, las empresas tienen como imperativo estar al día con la innovación de procesos y productos e invertir en conocimiento, sobre todo en la situación actual de intensa competencia internacional y de integración europea con moneda única. Y precisamente el tamaño de la empresa es una cuestión crucial a este respecto, porque las necesidades de inversión en innovación y formación se pueden llevar a cabo más fácilmente en las empresas grandes, que disponen de los recursos financieros necesarios.
De ahí que gran parte del sistema productivo en vez de esforzarse en mejorar la calidad y la innovación en la industria se incline hacia la producción de servicios. Para las empresas, consideradas aisladamente, esto podría ser conveniente a partir del momento en que al invertir menos el riesgo se reduce y los activos productivos son más fácilmente adaptables a las mudables circunstancias.
Es dudoso, sin embargo, que lo sea también para el sistema en su conjunto. De hecho, los servicios prosperan si otros han producido ya una riqueza que puede ser gastada, pero si quien produce esa renta primaria deja de hacerlo para ofrecer servicios ¿cómo se sostendrá el sistema a largo plazo? y ¿no pasa también por este aspecto de la realidad empresarial la competitividad de la economía?
Como es evidente, estos son argumentos de peso, pero siendo las pequeñas empresas cerca de 2.500.000 y constituyen, por tanto, una fuerza electoral relevante, es más fácil encontrar en las instancias políticas alabanzas de que 'lo pequeño es hermoso' y propuestas para fomentarlas que críticas y soluciones a los problemas que crean.