Periodistas inválidos
Sabíamos desde Darwin poco más o menos que la función crea el órgano y que la falta de uso produce atrofia y degenera en invalidez. El caso de la profesión periodística suministra un ejemplo cualificado que permite observar en detalle el proceso. Para examinarlo procede remontarse a sus orígenes.
Los periodistas adquirieron durante muchos decenios el oficio en las propias redacciones a partir de formaciones muy diversas. Esa procedencia diversificada enriquecía el resultado aunque al final los periodistas terminaban midiéndose con las noticias. Luego surgieron las escuelas como aquellas de maestría industrial adosadas a las empresas, en este caso los periódicos. Por fin llegó el progreso y las enseñanzas cobraron autonomía y encontraron su lugar en las universidades las nuevas facultades de ciencias de la información.
Las asociaciones de la prensa impulsaron fervorosas esa creación porque supusieron que así se dignificaba el oficio con el prestigio del alma mater, pero surgieron al mismo tiempo recelos entre los estampillados con el carnet de prensa otorgado en muchos casos como un favor discrecional por el pasado régimen.
Cavilaban los beneficiarios qué sería de ellos si se inauguraba un circuito académico al que serían ajenos. Entonces se movieron influencias para lograr la que llamaban convalidación automática. Es decir, que contra la exhibición del carnet, cualquiera que fuera su origen -de favor al adicto o derivado de los estudios en la Escuela Oficial de Periodismo situada en la trasera del Ministerio de Información y Turismo, donde residían los servicios encargados de la censura-, se obtuviera sin más el título de licenciado expedido por la Universidad.
Con decir que aquella primera Facultad de Ciencias de la Información, incardinada en la Universidad Complutense de Madrid, tuvo al frente de su comisión gestora a Emilio Romero y a Luis María Anson y como primer decano formal a Adolfo Muñoz Alonso cualquiera puede formarse una primera idea del peso específico del proyecto.
La facultad sufrió enseguida el asalto de periodistas, por lo general desecho de tienta de las redacciones deseosos de encaramarse a las cátedras, y recibió también otro contingente de aluvión que vio una magnífica oportunidad de sentar plaza después de haber fracasado en intentos anteriores de instalarse en facultades ya consolidadas. Fue también la hora estelar de los comunicólogos que segregaron una jerga abstracta para garantizarse un terreno libre de incursiones.
Todas las universidades procedieron a dotarse de su correspondiente facultad de ciencias de la información, repitiendo en líneas generales el anterior modelo, y se aislaron del periodismo real con perjuicio para los incautos alumnos y para los medios informativos privados de los impulsos regeneradores que hubieran podido recibir de esos centros académicos. Eso sí, cundió la demanda y cada año fueron graduándose promociones más y más numerosas de licenciados.
Las empresas periodísticas más prestigiosas evaluaron las carencias, entraron en el descontento y decidieron recrear mediante acuerdos con algunas universidades un sistema propio de acondicionamiento profesional ad hoc con el título de máster.
Buscaban periodistas en los que hubieran impreso por anticipado su propio cuño mediante un adiestramiento específico ad usum nostrorum como repetía aquel tan recordado.
Y ahí estamos, con una superabundancia de licenciados que han sido recibidos en los gabinetes de prensa de las instituciones oficiales y de todos aquellos núcleos de poder empresarial, sindical, religioso o de cualquier otra modalidad que advirtieron la conveniencia de convertirse en fuente informativa.
Ahora el número de periodistas integrados en las redacciones es irrelevante en comparación con el de los asalariados a cargo de las oficinas de prensa.
Los primeros deberían buscar las noticias mientras la misión de los segundos es la de difundir la buena nueva de sus patrones y escamotear el perfil menos favorable.
Porque es preciso decir, sin que nadie se ofenda ni lo considere una desconsideración a la dignidad de su trabajo, que las fuentes institucionales están siempre por principio contaminadas del interés propio, por muy legítimo que éste sea.
Los gabinetes de prensa han desarrollado una tecnología de punta irresistible y trabajan en situación muy ventajosa respecto a los pocos que siguen pedaleando en el oficio inicial de periodistas en condiciones tantas veces precarias y mucho peor retribuidas.
Los periodistas han dejado de perseguir las noticias para ser recipiendarios acríticos de lo que bombean los gabinetes, y dan la impresión de conformarse situados detrás del mostrador para dar curso a lo que les llega ya preparado para su inserción en los medios.
Es como si hubieran desertado de salir a la búsqueda de la noticia y más aún de sus deberes de dar voz y expresión a quienes no la tienen. La falta de ejercicio les ha dejado atrofiados y han pasado a engrosar el contingente de los inválidos.
Otra cosa es que al llegar aquí se imponga abordar una cuestión capital que sigue pendiente de dilucidarse en términos conceptuales: de qué hablamos cuando decimos noticia.
El lema de The New York Times es imprimir todo aquello que sea noticia, pero nos deja ayunos en la anterior indagación porque se trata de un enunciado reversible y cabría decir que noticia es todo aquello que merece ser impreso o difundido si se prefiere una formulación más amplia donde se engloben los restantes medios de comunicación.
Pero de la fórmula que permite averiguar matemáticamente la cantidad de noticia que contiene un hecho hablaremos el próximo día.