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Columna
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Una letra a medio plazo

José María Zufiaur repasa lo ocurrido en diferentes huelgas y paros que se han producido en España. El autor asegura que una huelga general nunca se gana o se pierde el día de su celebración, sino que sus efectos son posteriores

Imbuido de fuertes dosis de 'decisionismo político' -manera de gobernar que, antes que a él, llevó a la perdición política a otros ilustres homólogos y que, en general, suele ir asociada a mayorías absolutas, dogmatismo ideológico inducido y/o también, por lo que se ve, a finalizaciones de mandato sin posible prolongación-, el presidente Aznar ha dicho, refiriéndose a la huelga general del próximo jueves y utilizando un símil futbolístico, que, lejos de replegarse para buscar un empate, lo que persigue es ganar sin paliativos.

Para asegurarse esa pretendida victoria, el Gobierno ha tratado de vaciar de contenido, de para qué, la huelga mediante un decretazo que, en opinión de muchos laboralistas, ha sido un auténtico e inconstitucional 'cierre patronal legislativo'; y se ha lanzado en tromba contra la huelga, los sindicatos y la oposición política.

Cuando, antes de la Cumbre Europea de Barcelona, el Gobierno buscó el empate -retirando el proyecto de reforma de la negociación colectiva y propiciando, para salvar la cara, un acuerdo interconfederal entre empresarios y sindicatos- las cosas fueron mejor para todos. Aunque, por lo que parece, el prurito de realizar una reforma de matriz ideológica durante la presidencia española de la UE es algo que se ha terminado imponiendo.

En ninguna de tales pretensiones ha cosechado el Gobierno grandes éxitos. En la aprobación del decreto se ha quedado solo y ha tenido que anunciar su tramitación por ley, lo que deja el tema abierto para futuras modificaciones. Y la campaña para intentar demostrar que unas medidas adoptadas por razones de 'extraordinaria y urgente necesidad' son en realidad inocuas, para anatematizar a las organizaciones sindicales y para desacreditar a la oposición socialista, se le ha vuelto en contra: los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas sobre apoyo a la huelga e intención de seguirla por parte de los españoles son, al respecto, contundentes. De considerar que la huelga iba a ser un fracaso se ha pasado a temer que sea un rotundo éxito.

En realidad, sorprende cómo pueden tener en nuestro país algún éxito las huelgas generales con tantos obstáculos -campañas mediáticas, servicios mínimos abusivos, circulares a las empresas, etcétera- en contra; y, sobre todo, sorprende cómo Gobiernos democráticos maltratan este derecho constitucional: ¿se imaginan lo que sucedería con el derecho constitucional a votar en las elecciones si fuera sometido a una presión negativa de esta naturaleza y, además, para ejercerlo, los ciudadanos tuvieran que perder esos 70 euros de media que, según nos ha recordado tan bienintencionadamente el señor Rato, pueden dejar de ingresar los que secunden la huelga?

Después de seis huelgas generales en democracia -dos con el Gobierno de UCD (aunque aquellas se llamaron paros generales) y cuatro durante los Gobiernos de González (si bien la de 1985 fue convocada sólo por CC OO y la de 1992 era de media jornada); esta es, pues, la séptima o la tercera y media -según como se quieran clasificar- es difícil hacer creer a los ciudadanos que son violentas, cuando en las anteriores nunca ha habido incidentes importantes; que son políticas, cuando nunca han cuestionado la legitimidad o la permanencia de los Gobiernos de turno; que se hacen para jorobar y no para conseguir lo que se reivindica concretamente; que los sindicatos sólo son responsables, representativos y autónomos cuando pactan con quien gobierna; o que la oposición, que mantiene con el Gobierno no sé cuantos pactos de Estado, es totalmente irresponsable y errática. Pese a saber todo esto, los Gobiernos no logran evitar reaccionar con tremendismo frente a las convocatorias de huelgas generales. En el fondo, porque no aceptan un contrapoder social fuerte y porque, frente al lenguaje de madera del discurso político, desencadenan debates sociales concretos sobre medidas regresivas nunca especificadas en sus programas electorales.

Una huelga general nunca se gana o se pierde el día de su celebración. Ese día, los Gobiernos casi siempre tienen más medios para imponer su propia lectura sobre el impacto de la misma. Una huelga general es una letra de cambio a medio plazo, cuyo cobro -en términos de lo que impide (alguna respuesta sindical unitaria frente a la reforma laboral impuesta por el Gobierno en 2001 probablemente habría impedido ésta del desempleo), de lo que fuerza a negociar (la huelga de 1998 se saldó con los acuerdos de 1990) o de lo que disuade (evitar nuevas agresiones que están en cartera)- depende de muchas variables.

Algunas previsibles: no es lo mismo una huelga contra casi todos (como la de 1994) que sólo contra el Gobierno y sus medios afines; tampoco tiene la misma repercusión, en las expectativas electorales, si es frente a un Gobierno de derechas u otro de izquierdas; depende también de la aceptación social y de la visibilidad (las consecuencias de algunas reformas estructurales sólo se ven años después) de las razones que la convocan.

Otras son más imprevisibles, como las que puedan depender de la coyuntura económica o de la cohesión estratégica del partido del Gobierno. Y, por supuesto, depende de que las organizaciones sindicales tengan una estrategia diferente para una situación que, tras la huelga, suele ser diferente.

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