Los otros ausentes de la globalización
Elena Carantoña sostiene que la UE es una gran ausente entre quienes deciden el cómo y el cuándo de la mundialización. Es algo, asegura, que no casa con la autocomplacencia de los líderes políticos europeos
La globalización o más bien la forma en que se está produciendo, tiene una miríada de detractores: partidos y organizaciones políticas de todo signo, confesiones religiosas, organizaciones humanitarias, sindicatos e incluso algún que otro gran patrón de la industria.
El premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz se une a los críticos con un libro (El malestar de la globalización. Taurus, 2002) sorprendente por lo cáustico y preciso de sus críticas al Fondo Monetario Internacional (FMI), piloto único del proceso de globalización. Los análisis de Stiglitz son atractivos y convincentes por la consistencia de sus fundamentos teóricos, por la gran cantidad de información que maneja y por la experiencia y el conocimiento que ha acumulado en el consejo de asesores económicos del presidente Clinton y en la vicepresidencia del Banco Mundial.
Sin ninguna piedad, el autor desmenuza los procesos de toma de decisión del FMI y las políticas a las que conducen, las nefastas consecuencias, económicas, sociales y humanas de estas políticas y, lo que es aún peor, la persistencia en el error a lo largo del tiempo, a pesar de que la simple observación de la realidad muestra que las recetas del FMI no han logrado el objetivo del equilibrio macroeconómico y, en cambio, han contribuido al empobrecimiento de los ciudadanos y la corrupción de los gobernantes de aquellos países que se han visto obligados a seguir sus dictados, ya sea en latinoamérica, en el este de Asia, en África, Rusia o el Este de Europa.
El elemento clave para explicar este fracaso no está, en opinión de Stiglitz, en la mundialización de la economía, sino en la adopción por el FMI de una ideología, 'el fundamentalismo del mercado', que le lleva a aplicar las mismas recetas (estabilización, liberalización, privatización) a todos los problemas, sin preocuparse por el entorno social, por la estructura económica sobre la que se va actuar o por la estructura legal e institucional del país. Este dogmatismo no es solamente fruto de un error intelectual; se mantiene porque sirve a los intereses de la comunidad financiera internacional, la gran beneficiaria de las operaciones de estabilización y de rescate del FMI, y al Tesoro de EE UU, que es el que domina en última instancia las decisiones del Fondo.
Stiglitz se fuerza en mostrar que hay otros caminos para conseguir la estabilidad y que los países que han podido seguirlos (Polonia, China) han obtenido mejores resultados, en estabilidad, crecimiento y desarrollo, que aquellos, más débiles, que se han visto obligados a aplicar las recetas del FMI.
Además de transmitir eficazmente los hechos y su interpretación, Stiglitz denuncia que los grandes ausentes en la dirección del proceso de globalización son los ciudadanos y los Gobiernos de los países menos desarrollados, que se ven obligados por el FMI a poner en marcha políticas que éste define como de estabilización pero que son en realidad de autoempobrecimiento, en un nueva forma de dominación colonial.
Pero hay otro gran ausente entre quienes deciden el cómo y el cuándo de la globalización: la Unión Europea.
Es significativo que en todo el libro de Stiglitz haya sólo una referencia a la UE: la iniciativa comercial 'todo menos armas' que el Consejo adoptó en febrero de 2001 y que permitirá el libre acceso a los mercados europeos de todos los productos menos las armas procedentes de 48 países denominados eufemísticamente 'menos avanzados'.
Que ésta sea la gran aportación europea al diseño internacional de la globalización no puede dejar de provocar sonrojo, por lo pacato de su ambición y por sus limitaciones reales. Porque hay que recordar que tres productos clave -el arroz, el azúcar y el plátano- quedan excluidos transitoriamente de este régimen. Y además, si la UE no elimina las subvenciones a los precios de sus productos agrícolas, las importaciones de los países más pobres tendrán grandes dificultades para competir con ellos en los mercados europeos.
Otro elemento importante de reflexión es que el gran impulsor y muñidor de esta iniciativa no fue un Gobierno europeo democráticamente elegido, sino el comisario de Comercio, Pascal Lamy. Esto corrobora la tesis de Stiglitz de que la globalización está en manos de burócratas. En el caso del FMI, éstos se pliegan a los intereses comerciales y financieros occidentales y sobre todo de EE UU; en el caso europeo, es precisamente la independencia del burócrata la que hace fructificar una iniciativa novedosa que contribuye a establecer reglas de juego más equitativas y, por ello, más inteligentes. Pero en ninguno de los dos casos las decisiones se toman por los únicos que tienen legitimidad para hacerlo en nuestras democracias representativas, los políticos.
Ahora que en Europa se prepara la refundación de la Unión y que nuestras sociedades parecen cada vez más abandonadas a su suerte por quienes tienen la responsabilidad de hacer frente a los problemas, este libro es especialmente oportuno por la elocuencia de su silencio sobre Europa. La imagen que ese vacío nos devuelve de nosotros mismos no casa con la autocomplacencia de nuestros líderes, pero está bastante próxima a la impotencia de los ciudadanos.