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Columna
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La Ley de Partidos como fracaso

El ingenio de buena parte de nuestra clase política se manifiesta, con preocupante frecuencia, en aplicar medidas simples a situaciones complejas, sin estudiar en profundidad las relaciones de causa-efecto que existen en el comportamiento social y, por tanto, sin atacar la verdadera raíz de los problemas. Así, no es difícil contemplar cómo dirigentes políticos, con tono y gestos aconsejados por sus asesores de imagen, son capaces de dar respuestas inmediatas, con pasmante arrogancia, al problema de la inseguridad, que se resuelve aumentando plantillas y sueldos de policías, jueces y carceleros; al del envejecimiento poblacional, que arreglan con una prima por hijo y deducciones fiscales; o al del terrorismo, que solventan con la ilegalización del partido que consideran su brazo político.

Según una reciente encuesta del Gobierno vasco, la medida anunciada de ilegalizar a Batasuna sólo es bien vista por un 16% de los ciudadanos que residen en territorio vasco, cifra sustancialmente inferior al 41% de votos obtenidos por PP y PSE en las últimas elecciones al Parlamento vasco. Posiblemente, muchos de los ciudadanos que no ven que esta medida sea una buena solución piensen, como a mí me ocurre, que no se ha sabido aprovechar el en su día laboriosísimo afloramiento de los nacionalistas radicales a la vida política democrática, que debería haber permitido, entre otras muchas cosas, debates públicos, entrevistas y diálogo para que explicaran, sin excusa posible, algo tan difícil como su apoyo a la violencia terrorista en una situación donde se puede defender cualquier posición sin cortapisa alguna, sometiéndola al veredicto de las urnas.

Pero al fracaso de no haber sabido imponer la prodigiosa fuerza de la razón en el debate político hay que sumar otro fracaso, quizás de mayor alcance, el de la formación de opinión pública. Todo nacionalismo necesita defender una identidad, siempre en peligro de ser anulada por identidades enemigas que agravian y victimizan permanentemente la propia identidad. Pues bien, en las circunstancias más adversas, dada la relevante participación de vascos en la historia común de España, desde el descubrimiento de América a nuestros días, siendo los ciudadanos vascos los más mezclados de España, con originarios de otras partes del territorio nacional, gozando de un protagonismo y unos privilegios que para sí quisieran otras zonas que, incluso, han de alzar la voz para decir que también existen, los nacionalistas vascos han conseguido el milagro de fomentar todo tipo de sentimientos de exclusión. Ahora, si se llega a ilegalizar Batasuna, esta difícil tarea se les va a simplificar, porque, al devolver a los nacionalistas radicales a la clandestinidad, lo que reducirá algo sus recursos económicos y su capacidad de movimiento, se les devolverá también la posibilidad de fabricarse, ahora con razón, esa leyenda que acompaña las luchas políticas que han de moverse de forma clandestina.

El carácter convencional de las cuentas de las Administraciones públicas, sin el necesario detalle de gastos por funciones, no permite evaluar el enorme esfuerzo económico que el PNV está desarrollando en una política cultural, educativa y lingüística, muchas veces denunciada con escaso éxito por ciudadanos no nacionalistas, que se ha extendido a textos escolares, cómics y cuentos infantiles, producciones cinematográficas y teatrales, programación televisiva, política de centros y profesorado en escuelas y universidades, política de apoyo a asociaciones, etcétera. Y, frente a tan activa política, más eficaz en la medida en la que crea opinión utilizando resortes afectivos, la ceguera más absoluta por parte del Estado, que reduce gastos en materia cultural y dedica sus medios de comunicación a lucrativas operaciones triunfales.

Sería curioso saber, por ejemplo, si quienes decidieron, ya en 1984, que TVE financiara la, por otro lado excelente, película Tasio, repararon en que el cura que levanta de las orejas y llama salvaje al pequeño Tasio y el guardia civil que, ya de mayor, le tortura injusta y cobardemente por pescar truchas, eran los únicos personajes con claro acento castellano y si pensaron que ese detalle, sumado a tantos otros que penetran en el subconsciente, sería inocuo para la convivencia pacífica de los pueblos, cualquiera que sea el destino que éstos quieran darse.

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