Hacen falta dos para bailar un tango
Francisco de Vera repasa la evolución de la economía argentina durante los últimos ejercicios. El autor asegura que los errores de hace más de dos décadas han conducido al país hasta la situación que hoy atraviesa
Si un economista financiero observara la crisis que atraviesa Argentina, aventuraría que nos encontramos ante un caso de abuso de confianza o 'moral hazard'. Si el ejercicio lo hiciera un economista keynesiano, quizá afirmara que es un caso de política antiinflacionista a la que se le pasó el tiempo de cocción. Posiblemente ambos lleven algo de razón.
El principal problema que tenía Argentina a finales de los años ochenta era la inflación. La solución creyó encontrarse en pegar el peso al dólar norteamericano -por cada peso en circulación debería haber un dólar de reserva-, renunciar a las políticas de tipo de cambio y monetaria, liberalizar el comercio exterior, privatizar las empresas públicas, privatizar parcialmente el sistema de pensiones, combatir el déficit público y renunciar a la monetización de la deuda por el banco central.
Pegar el peso al dólar fue un disparate técnico. Es tanto como establecer un seguro de cambio cuya prima la terminan pagando los que pagan impuestos, los que perciben rentas del sector público (funcionarios y pensionistas) y los que obtienen sus ingresos de la exportación. Esto lo dije en este mismo periódico el 13 de agosto de 2001. Desgraciadamente, los hechos han confirmado esta afirmación.
El programa no podía ser más del agrado del Fondo Monetario Internacional (FMI) y no pudo empezar mejor. Desde la puesta en marcha del Plan de Conversión en abril de 1991 hasta 1993 la inflación anual se situó por debajo del 10% y el producto interior bruto (PIB) creció un 28% en el periodo. Con esas cifras, al Gobierno le resultó posible reducir su déficit y situar su deuda en el 29% del PIB. No conviene olvidar, sin embargo, que Argentina se benefició de la reestructuración de su deuda (bonos Brady) y que parte del crecimiento no era más que recuperación de la recesión anterior.
Durante el resto de la década, excepción hecha de la corta recesión provocada por el efecto tequila en 1995, Argentina disfrutó de unas tasas de crecimiento importantes. Sin embargo, lejos de utilizar los mayores ingresos públicos derivados del crecimiento y los ingresos extraordinarios procedentes de las privatizaciones en reducir la deuda, las Administraciones públicas -tanto el Gobierno central, como las provincias- incurrieron en déficit crecientes y llevaron el ratio deuda-PIB por encima del 40% en 1998, anticipando la crisis que tendría lugar dos años después. Sin olvidar que la privatización parcial de las pensiones tuvo un impacto negativo sobre el déficit importante.
De esta forma se llega a una situación paradójica. Argentina renunció a su soberanía monetaria para evitar el exceso de deuda y déficit públicos. Y se encuentra al final de una década de reformas en el mismo punto de partida: déficit, exceso de deuda, depresión, paro e inflación latente.
El economista keynesiano concluiría: en una economía con importantes rigideces (salarios y presupuestos públicos) se aplicó una política antiinflacionista depresiva y se llegó a la depresión. Esto explica lo que ha pasado, pero no explica enteramente por qué. Por qué el mercado ha tolerado el proceso. Por qué ha estado adquiriendo bonos argentinos hasta que fue demasiado tarde. Si el mercado hubiese funcionado, si hubiese apreciado el riesgo, el Gobierno no hubiese podido financiar su déficit.
Es en este punto donde el economista financiero puede aportar alguna luz echando mano de la tesis de 'moral hazard' o abuso de confianza. Recuérdese que en octubre de 1999 Carlos Menem compartió con Clinton el honor de dirigirse a la asamblea conjunta de FMI-Banco Mundial.
Era el héroe del FMI y, después de las crisis mexicana y asiática, su ahijado predilecto. La comunidad financiera internacional se mostraba satisfecha por poder colocar sus capitales en deuda argentina, que aportaba un importante diferencial sobre la norteamericana -aunque menor que la media de los países emergentes- y que gozaba del total respaldo del FMI. Y esto en un momento en que los inversores, acostumbrados a los bonos europeos, habían visto disminuir tristemente los tipos de los países que convergían hacia el euro.
Argentina aprovechó hábilmente esta circunstancia. La complicidad entre el Gobierno argentino y el FMI sirvió para aplazar reformas necesarias y vivir a crédito hasta que llegaran tiempos mejores. Por razones políticas, el Gobierno no podía reducir el déficit; por razones monetarias, la economía argentina no podía exportar más. El pago de la deuda resultaba cada vez más difícil.
Para el Fondo Monetario Internacional, por su parte, forzar el equilibrio de sus cuentas públicas -en los años de bonanza tras el tequilazo-, o dejar de apoyarla -ayuda adicional del verano de 2001, cuando era más que predecible el impago de la deuda y el abandono del sistema de cambio- era tanto como reconocer que el tan aplaudido ejemplo argentino distaba mucho de ser ejemplar.