En busca del paraíso perdido
José Manuel Morán considera que las compañías telefónicas han perdido credibilidad por los altos costes que han mantenido en los últimos años. Sostiene que deben redescubrir una dirección empresarial más cercana al cliente
Cuando se inicie la junta de accionistas de Telefónica puede que haya asistentes que se digan que en este ejercicio se han salvado al menos los muebles a la vista de cómo le ha ido a otras operadoras. Puede, también, que otros estén prestos para protestar, para no perder la tradición de juntas broncas con que la operadora ha acabado solventando en más de una ocasión este trámite anual, aduciendo la caída de la cotización respecto a la era dorada de Villalonga. Y puede que sobre la asamblea sobrevuele la duda de si estos negocios siguen teniendo el futuro que a finales del pasado siglo describían los entusiastas de los paraísos digitales. Que no hacían otra cosa que inflar los análisis y predicciones que asignaban, desde 50 años atrás, una importancia capital a las telecomunicaciones a la hora de construir las sociedades del mañana. Y eso que no se imaginaban lo que hoy significa ya Internet o lo que mañana supondrá la generalización de la banda ancha y otras novedades por llegar.
Desde que hace cuatro décadas Karl Deutsch escribiese Los nervios del gobierno no ha pasado semana en que alguien no volviese a redescubrir la importancia de esas redes a la hora de cohesionar y dinamizar tejidos empresariales y sociales. Ni momento en que no se estuviesen produciendo innovaciones sin cuento que las abriesen a nuevas oportunidades y funcionalidades. Hasta el extremo de que con tanto cambio tecnológico pronto se descubrió que no cabía dar por sentado que los monopolios pretendidamente naturales habrían de ser perennes. O que habría que fundamentar cualquier estrategia de negocio en la universalización de los servicios, la ampliación de los accionariados y la integración continua de las aplicaciones avanzadas que se destilaban de los alambiques de la revolución científico-técnica.
A aquellas pretensiones siguieron, al socaire de las liberalizaciones de mercados, otras que querían aprovechar las nuevas convergencias digitales para aunar los sueños de los gestores de redes, siempre ansiosos de conseguir mayores tráficos y ocupaciones de sus tendidos, con los de los que querían hacer correr por ellos nuevos contenidos, diálogos y espectáculos. A los que se sumaban gustosamente las ilusiones de los que veían crecer la capacidad de proceso de máquinas y servicios. Sueños que dieron pie, a la postre, a creer que los paraísos digitales podían quedar al margen de los criterios de valoración empresarial que se aplicaban para evaluar cualquier negocio que no estuviese todavía en los nuevos universos.com.
La dura realidad de los mercados, el fiasco de fiarlo todo a las suposiciones de tecnólogos e ingenieros en lugar de escuchar lo que quieren los clientes y los apresuramientos y avaricias por conseguir allegar a las arcas públicas algunos de los doblones de oro que se suponía que estaban al final del arco iris de los UMTS, dieron pronto al traste con tanta simpleza y encantamiento. Con el dramático correlato de dejar gravemente endeudadas compañías que una década atrás parecían suficientemente solventes para ser refugio de accionistas temerosos y de viudas menos versadas que algunas escocesas.
Los paraísos digitales se transformaron así y como por ensalmo en infiernos tecnológicos que agostaban procesos de liberalización y diversificación incipientes. Y que conseguían hacer dudar a más de un gestor sobre la viabilidad de modelos que se sustentaban en la ficción de la creación de valor, amparada todavía por la ilusión de burbujas financieras no evaporadas, o en que los negocios del fútbol y otras farándulas serían capaces de arrastrar tras de sí caudales de recursos generosos y suficientes. Con los que ya no sería necesario aquilatar márgenes, invertir en tecnologías y preocuparse por los clientes. Cosa esta que no se había prodigado dado que no tenían dónde elegir. Ni resultaba productivo preservar el capital intelectual que suponía el saber hacer de sus gentes.
La crisis de credibilidad que están dejando tras de sí las dudas y costes del UMTS, o los agobios que se viven a medida que los márgenes se estrechan cuando los clientes migran en busca de facilidades que se acomoden a lo que quieren comprar y pagar, están contribuyendo a que aquellos paraísos digitales parezcan perdidos para siempre. Y que para alcanzar otros nuevos tengan que volver a ponerse de moda oficios gerenciales de épocas preocupadas por ensanchar la base de clientes y aumentar la eficiencia mediante la mejora e innovación de servicios. De forma que con ello las telefónicas vuelvan a redescubrir culturas directivas que aprecien que las ingenierías que conviene aplicar para alcanzarlos son más complejas, necesariamente, que las que permiten colocar un fondo de pensiones en las Islas Jersey. O que la confianza de los clientes es un activo que hay que ganar a diario gracias a la eficacia en responderles y también a una proyección social que las haga aparecer antes como empresas de servicios imprescindibles y en expansión que como conglomerados financieros donde lo de menos era la calidad y utilidad de aquéllos.