Esperando al príncipe
Habrá que esperar a la cumbre de la Liga Árabe en Beirut a finales de mes para conocer todos los detalles del plan de paz para Oriente Próximo, desvelado parcialmente por el príncipe heredero y rey de facto de Arabia Saudí, Abdulá Ben Abdelaziz, en una entrevista con The New York Times en febrero. Pero la situación en la zona es tan trágica que todas las partes implicadas, palestinos, israelíes, europeos y estadounidenses, quieren aferrarse a él como un náufrago a un salvavidas. El meollo del plan consiste en una oferta de reconocimiento árabe de Israel, a cambio de que el Estado judío se retire de los territorios ocupados en la guerra de 1967, incluido Jerusalén oriental. Arafat ha aceptado el plan de inmediato. La UE se ha subido al carro e incluso la Casa Blanca ha alabado la iniciativa. Por su parte, los israelíes se han declarado dispuestos a estudiar una propuesta que supondría el reconocimiento árabe de Israel por primera vez desde la partición de Palestina en 1947.
El barco ha empezado a hacer agua por el lado árabe. El libio Gadafi ha amenazado con abandonar la Liga Árabe si el plan llega a aprobarse. El sirio Bachar el Asad insiste en exigir el retorno de los cerca de cuatro millones de refugiados palestinos -lo que equivaldría a la desaparición del Estado judío-, para endosarlo, y el iraquí Sadam Husein ni siquiera piensa asistir a la cumbre de Beirut. Sin embargo, la propuesta de Abdulá merece ser estudiada. El príncipe saudí tiene un gran prestigio en el mundo árabe y su país es, junto con Egipto y Jordania, el más firme aliado de EE UU, que mantiene, desde la guerra del Golfo, 5.000 soldados en suelo saudí.
Además, la propuesta constituye la única oferta viable que existe sobre la mesa para detener la violencia. Sharon, que prometió a Israel paz y seguridad, necesita ofrecer a su pueblo algo más que muertos diarios, que es lo único que ha conseguido con su política de represión feroz de la Intifada. A pesar de sus bravuconadas, el primer ministro sabe que su posición en Israel se debilita. Más de dos centenares de reservistas se niegan a combatir en los territorios ocupados; su nivel de aceptación baja por primera vez del 50%; el movimiento pacifista judío vuelve a levantar cabeza y el respetado Consejo para la Paz y la Seguridad, que congrega a un influyente grupo de generales y antiguos jefes de la inteligencia retirados, acaba de pedir la inmediata retirada israelí de la casi totalidad de los territorios ocupados. Por si esto fuera poco, el secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, criticó el martes lo que calificó de 'guerra' de Sharon contra los palestinos, una crítica que ha levantado ampollas entre los halcones del Likud.
La propuesta saudí tiene el mérito de que garantizaría a Israel un reconocimiento que sus vecinos árabes, con la excepción de Egipto y Jordania, le han negado repetidamente desde su nacimiento como Estado hace más de medio siglo. En ese sentimiento de aislamiento en un mundo hostil, que no ha dudado en desencadenar tres guerras con el declarado propósito de eliminar a Israel del mapa, hay que buscar la causa de la dureza de la represión israelí.
Sería una tragedia que los autócratas que gobiernan dictatorialmente algunos países árabes, que, paradójicamente, poco o nada han hecho para ayudar de verdad a la causa palestina, se cargaran, antes de su nacimiento, lo que por ahora representa la única tenue esperanza de reiniciar un proceso de paz en la zona.