Las felicidades de la patria
Una semana antes de que el Partido Popular celebrase su Congreso en un clima de euforia y complacencias diversas se inauguraba en Madrid la exposición Regeneración y reforma: España a comienzos del siglo XX, en la que se deja constancia de las desolaciones y cantos funerales con que los españoles saludaban el siglo pasado. Lamentaciones más que justificadas habida cuenta que con los desastres del 98 se concitaban el agotamiento de un sistema político falto de credibilidad, el atraso de una economía que perdía paso al lado de otras europeas y las miserias científicas y educativas. A las que habrían de sumarse las inquietudes que suscitaban la naciente cuestión social y las primeras actuaciones de las organizaciones obreras.
Eran tiempos, por tanto, donde no hacía falta ser un Lucas Mallada o un Macías Picavea para glosar Los males de la patria. Ni era necesario lucir la adustez de Unamuno para poner en duda la capacidad de las masas para superar dichos males. O para sortear el Gobierno de los mediocres que propiciaba, según algunos elitistas, la mezcla de sufragio universal y la pervivencia de culturas caciquiles y clientelistas. Pues estaba en el ánimo de todos las dificultades que tenía España para transformarse en una sociedad en la que el reparto de la riqueza y el poder no podría seguir haciéndose con las mismas maneras que se arrastraban desde el antiguo régimen.
Era preciso, se decía, cimentar una nueva organización social, capaz de dar respuesta a los incipientes procesos de urbanización e industrialización que se avistaban. Para lo cual habría que acometer importantes reformas e intentar, a la postre, salir de la postración en que se había caído al tiempo que se hundían barcos en el Caribe. Ya que como decían algunos era imprescindible, dado que no éramos trabajadores, ni científicos, ni ricos, hacer que España fuese moderna. Aunque para ello tuviera que transformar su agricultura, invertir en obras públicas, promover su industrialización y generalizar la instrucción y educación públicas.
De aquellos anhelos surgieron, a pesar de dudas y dificultades, muchas de las instituciones sociales que propiciaron que España no se sumiera en el abandono y se hiciese realidad que África empezaba en los Pirineos. Gracias a ello pudieron abordarse algunas de las propuestas regeneracionistas que facilitaron la primera industrialización o la creación de los incipientes sistemas de protección social. Por más que ahora parezcan rudimentarios e insuficientes para alcanzar la difusión y calidad de los de las naciones más avanzadas. Pero que fueron fruto del tesón y la pasión que algunos pusieron en mirar de frente los problemas y tratar de incorporar soluciones que ya se ensayaban en otras latitudes para fraguar las reformas más perentorias.
Hoy, por suerte, la sociedad y economía españolas tienen ante sí unos horizontes semejantes a los de los países avanzados a los que hace 100 años se trataba de emular. Por otro lado, las reformas de las que se habla hay que referirlas a otras que deben verse desde perspectivas más amplias que las que interesan a un país. Pues habrán de engarzarse con las que inducirá la ampliación de la Unión Europea, el desarrollo de su nueva constitución para que vertebre democráticamente a los ciudadanos y Estados que la integran, o la gestión de la interdependencia global de negocios y problemas. Pero ello no debiera impedir, debido a las complacencias de un partido que se considera solvente y capaz de liderar un país también solvente, que se analicen los problemas que pueden dificultar que esta sociedad gestione adecuadamente su futuro.
Por ventura no son tiempos para lamentos, ni cabe el desgarrado discurso de los intelectuales de antaño. Pero tampoco convendría que todo se sustanciase en la obsequiosidad de algunos tertulianos deslumbrados porque los líderes carismáticos hayan decidido ponerse plazos para seguir siéndolo y proclives a creerse que se ha perfilado un programa de gobierno para la década.
Aunque tres semanas después de aquellos fastos nadie lo recuerde. Quizás porque no era de recibo despachar las incertidumbres que toda economía tiene apelando a las manidas recetas de confiar la gobernabilidad al albur de los mercados y a proponer políticas trufadas de tópicos y evidencias. Y es que el denominado milagro español, que alguno apuntase como logro personal, no será fácil de mantener si no se avista el mañana con el talante de aquellos que desde los males de la patria proponían políticas modernizadoras. No sea que ahora, con las felicidades nacionales, la única idea transformadora que se pueda esgrimir es la que se deduzca de lo peligroso que es sentirse a gusto de haberse conocido a la hora de encarar las oportunidades y amenazas que llegan cada mañana.