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Columna
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El desempleo y las clasificaciones

La encuesta de población activa (EPA) de España, al verse obligada a variar la definición operativa del desempleo, va a reducir el número de parados en casi medio millón de personas, lo que está siendo motivo de una controversia que hasta ahora se limita a las cifras, pero que tiene más alcance porque incumbe a las graves consecuencias que los procesos de conceptualización pueden tener en la medición de cualquier fenómeno, como ahora ocurre con el paro.

La estadística, como toda ciencia, necesita de una sistemática que algunos autores, como el insigne estadístico Francisco Azorín, han definido como taxonomía matemática. Se trata de medir un fenómeno, en nuestro caso la actividad, para lo cual se requiere clasificar a la población objeto de investigación en conjuntos discretos y continuos que pueden resultar nítidamente disjuntos y heterogéneos o, como en el caso de las clasificaciones borrosas, no tener fronteras excluyentes, por cuanto las personas pueden simultanear situaciones que corresponden a diferentes conjuntos.

El caso de la relación de las personas con la actividad económica es un buen ejemplo de borrosidad por cuanto los conjuntos definidos previamente (ocupados, jubilados, parados, etcétera) no son disjuntos sino que tienen partes comunes donde se ubican quienes complementan, por ejemplo, situaciones de trabajo con otras de estudios, búsqueda de otro empleo, jubilación, etcétera. Pero, y ésta es una de las paradojas de la investigación estadística, la complejidad del comportamiento humano se ha de someter a criterios de clasificación donde cada conjunto se acaba basando en determinados atributos diferenciadores y de carácter excluyente y jerarquizado, de manera que, por ejemplo, quien esté claramente subempleado, aunque esté buscando activamente un empleo de mayor horario y más acomodado a su formación, será clasificado como ocupado de acuerdo con dichos principios de clasificación.

Las razones que obligan a esta ficticia simplificación de la realidad son múltiples y afectan a la clase política, a las fuerzas sociales y a una opinión pública acostumbrada, en este caso del desempleo, a disponer de una sola cifra que resume el problema y da cuenta de la eficacia de la gestión pública en cuanto a su solución. En concreto, los miembros de la Comisión de las Comunidades Europeas que, mediante un reglamento, han obligado al INE de España, a pesar de su oposición, a variar la definición de desempleo, necesitan aplicar indicadores automáticos para el reparto de fondos de la UE y cualquier matiz estadístico o sociológico (subempleo, precariedad, etcétera) resulta para ellos inoperante y perturbador.

Pero, además, la Comisión necesita que todos los Estados miembros armonicen sus cuestionarios para tener una definición de desempleo común, lo que en nuestro caso implica, para clasificar a una persona como parada, que haya renovado su demanda de empleo en el Inem en las últimas cuatro semanas en lugar de haberlo hecho en el último trimestre, como se exigía con la definición que ha regido hasta ahora para el conjunto de parados que buscaban empleo exclusivamente a través de estas oficinas públicas.

Esta nueva simplificación de la realidad en aras a la armonización de las estadísticas europeas tiene un efecto perverso para España puesto que, teniendo establecido legalmente el plazo de tres meses para la renovación de demandas de empleo en el Inem, por mera probabilidad, la cifra de desempleados que buscan empleo por las oficinas públicas aparecerá dividida por tres, del mismo modo que si el atributo diferenciador para clasificar a una persona como parada fuese haberse apuntado en el Inem el día anterior a la entrevista, este conjunto poblacional aparecería dividido por los 90 días que tiene el trimestre.

Esta situación tiene mal arreglo porque, para evitar la infravaloración del desempleo español, y el consiguiente perjuicio económico que ello acarrea, sólo cabe acomodar la disposición legal de renovación de demandas de empleo al nuevo plazo estadístico, lo que produciría la inevitable irritación de quienes, además de no tener empleo, habrían de pasarse cada cuatro semanas por las oficinas de empleo públicas, sólo para garantizar que la estadística española refleje con fidelidad el fenómeno del que son víctimas.

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