Tobin, la persistencia de las buenas ideas
Juan Manuel Eguiagaray Ucelay expone la necesidad de encontrar alternativas al funcionamiento de los mercados. Y destaca la propuesta realizada por el Nobel de Economía James Tobin de gravar el movimiento de capitales
Uno de los rasgos más señalados del proceso de globalización es la libertad de movimientos de los capitales. Según la teoría básica, el que los fondos en busca de rentabilidad se desplacen de un lugar a otro no puede sino contribuir a la eficiencia global del sistema.
Las consecuencias serían indiscutibles si se dieran las condiciones de comportamiento de los sujetos económicos que presupone la teoría. En la medida en que eso no siempre ocurre -especialmente por las consecuencias que se derivan de las asimetrías en la información- la eficiencia de los mercados financieros no resulta garantizada. La presunción de eficiencia de que gozan los mercados por ser competitivos no nos libera de problemas que son cualquier cosa menos anecdóticos. De ello se desprenden dos tipos de actitudes: para algunos -cada vez menos, felizmente- el inadecuado comportamiento de los mercados sería razón suficiente para prescindir de ellos, limitando su papel en la economía o restringiendo su alcance y libertad; para otros, la mayoría, la inexistencia de alternativas mejores al funcionamiento real de los mercados no puede llevar a su exclusión o su limitación, sino, en todo caso, a su perfeccionamiento.
Planteadas así las cosas, la cuestión no reside en la restricción general del movimiento de los capitales para evitar los problemas que, en ocasiones, llevan asociados, sino en conseguir que mercados amplios y libres cumplan la función instrumental que tienen asignada: la adecuada canalización del ahorro hacia la inversión productiva.
Tan elementales reflexiones vienen a cuento de viejas propuestas que surgen una y otra vez. La más sugerente es la que, con distintas variantes y desarrollos, lleva asociado su nombre al del premio Nobel de Economía profesor Tobin. Para garantizar la eficiencia de los mercados financieros, especialmente para corregir su marcada orientación al corto plazo en perjuicio de la inversión a medio y largo, y para reducir su volatilidad, en ocasiones tan explosiva y tan destructora, un poco de arena en las ruedas de su funcionamiento sería adecuada. Los mercados no dejarían de ser libres ni se impediría la orientación de la inversión de acuerdo con la rentabilidad esperada, como quieren la teoría y el sentido común, pero se reducirían los riesgos derivados del ruido de mercado y de los movimientos explosivos que a ellos van asociados. Un impuesto modesto que gravara las transacciones sobre activos financieros, de alcance general o, al menos, referido a las operaciones que llevan aparejado intercambio de divisas, podría ser una buena solución. No excelsa, sino mejor que el mantenimiento de la situación presente. Pero no todo el mundo participa de semejante posición.
Los que menos se congratulan de la propuesta son, naturalmente, los que podrían ver limitadas las transacciones financieras realizadas en los mercados si un impuesto de ese tipo se revelara eficaz para conseguir los resultados propuestos. La apertura de los movimientos de capitales ha llevado consigo una extraordinaria ampliación de las transacciones financieras, en la inmensa mayoría de las ocasiones, sin el respaldo de una operación comercial de compraventa de mercancías o de inversión en activos reales. Según estimaciones del Banco Internacional de Pagos de Basilea, en 1973 el 80% de las transacciones en el mercado de divisas estaba ligado al comercio de bienes y servicios. Entre 1986 y 1999 el volumen de transacciones en el mercado de divisas ha pasado de una media de 200 millardos de dólares por día a unos 2.000. Comparadas estas cifras con las del comercio mundial, su importe anual resulta equivalente al de menos de una semana de transacciones sobre divisas en los mercados financieros. Un crecimiento espectacular de las actividades financieras que no siempre ha ido acompañado de una mayor eficiencia en la canalización del ahorro hacia la inversión productiva.
Las dificultades reales -más políticas que económicas o técnicas- para la puesta en marcha de la propuesta de Tobin han sido utilizadas para concluir en la inutilidad del esfuerzo. Se ha negado la conveniencia o la efectividad de la medida. Se ha afirmado su genuino carácter destructivo para la libertad económica. Sin embargo, es difícil ver en Tobin al enemigo del sistema de economía libre en que algunos le han convertido, aunque no pueda uno extrañarse de la incomodidad del eminente economista ante el estilo y las formas de algunos de quienes ha rescatado del olvido su propuesta. Algo parecido le ocurrió a otro liberal como Keynes, cuyas propuestas económicas, durante muchos años, se configuraron como el fundamento más solvente de las posiciones de política económica de la izquierda. Pero ni Keynes era un rojo peligroso ni Tobin un joven desmelenado contrario a la globalización de la economía. Aunque elaboraran argumentos útiles y fundados para la defensa de posiciones incómodas a determinados intereses económicos.
Es razonable que ideas fecundas como la de Tobin continúen sirviendo de inspiración a propuestas políticas de izquierda que, sin resignarse ante los obstáculos, aspiran a un orden mundial menos caótico y, sobre todo, menos injusto. La Comisión Europea habrá de presentar en breve un informe sobre la viabilidad de un impuesto tipo Tobin. Los pronunciamientos de diversos Parlamentos europeos en favor de esta iniciativa mantendrán vivo el debate. El Parlamento español está considerando la creación de una comisión intergrupos para trabajar en una propuesta acerca de este importante debate. Y el Foro Social Mundial (Porto Alegre, 31 de enero) conocerá las propuestas más recientes que en favor de su adopción se han ido gestando en diversos ámbitos académicos, políticos y sociales.
Es raro que las buenas ideas triunfen a la primera. Resulta imposible que lo hagan cuando tienen enfrente intereses poderosos. ¡Nada nuevo bajo el sol!