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Columna
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El año del euro

José María Zufiaur sostiene que la entrada del euro debe venir acompañada de un mensaje político claro sobre la intención de lograr la integración política y social de la UE. Considera que de lo contrario se cuestionará todo el proceso.

Año nuevo, moneda nueva. El euro ha llegado y en menos de dos meses la peseta habrá desaparecido de la circulación. Estamos en los últimos actos de la transición entre las monedas nacionales de 12 de los 15 países que actualmente forman parte de la Unión Europea y la nueva moneda única europea, el euro; transición que, sin duda, resultará difícil de gestionar desde el punto de vista logístico y que tampoco será fácil de asumir psicológicamente, sobre todo al principio, por parte de la mayoría de todos nosotros, que deberemos acostumbrarnos a vivir con otro tipo de referencias monetarias.

En realidad, esa transición comenzó el 1 de enero de 1999, en el momento en que los tipos de cambio entre las monedas de los entonces todavía 11 países de la zona euro -en aquella fecha Grecia no cumplía los requisitos para formar parte de la moneda única europea- se convirtieron en irrevocablemente fijos y se transfirió la dirección de la política monetaria al Banco Central Europeo (BCE).

Desde entonces se viene manejando un euro virtual, para los mercados financieros y algunas empresas exportadoras, que ha convivido con las monedas nacionales, pero que sólo ahora se hace tangible y real para el común de las personas.

La puesta en circulación de monedas y billetes en euros no tendrá apenas mayor repercusión en términos económicos y financieros. En ese sentido, hace ya dos años que estamos dentro del euro. Y hemos empezado a beneficiarnos de algunas de sus ventajas, como la mayor reducción de los tipos de interés y la estabilidad de los tipos de cambio. Todavía es pronto para saber si también resultará positivo para reducir las desigualdades entre los países y regiones de la Comunidad y para lograr, en definitiva, una mayor convergencia real dentro de la UE.

La llegada del euro concreto tendrá, en cambio, mucha significación política y social. Es la hora de la verdad para comprobar la aceptación de la medida por parte de los ciudadanos europeos, para la inmensa mayoría de los cuales el cambio de moneda va a implicar esfuerzos e inconvenientes -acostumbrarse a calcular en otros valores; mayor pérdida de tiempo en las operaciones y transacciones comerciales, bancarias, etcétera; riesgo de ser objeto de timos y fraudes; posible aumento de los precios...-, sobre todo para las personas mayores. Los que se van a beneficiar de algunas ventajas prácticas, por el hecho de que viajan regularmente al extranjero, son, pese a lo reiterado del argumento, una pequeña minoría. Pero para la gran mayoría, el cambio de moneda le va a suponer un esfuerzo para adquirir una nueva rutina en el cálculo de los precios y para depositar una entera fiabilidad en la misma.

En este sentido, la gran cuestión que se plantea es si los responsables políticos europeos -en primer plano el Gobierno español, al que le corresponde la presidencia europea durante los seis primeros meses de vida del euro- serán capaces de transmitir a los ciudadanos europeos un proyecto ilusionante de construcción europea que dé justificación y sentido a las complicaciones que de inmediato les va a crear el cambio de moneda.

La moneda única puede reforzar considerablemente el sentimiento de pertenencia a un espacio común. Pero si la gran transferencia de soberanía que los Estados de la zona euro realizan a la UE -en realidad al BCE, una instancia sin ningún control democrático- no es pronto acompañada por el mensaje nítido de que se quiere hacer de la UE una comunidad socio-política en la que los ciudadanos se sientan identificados y protegidos, será difícil que el euro pase de ser una moneda única a ser una moneda común. Lo que podría poner en cuestión la irreversibilidad del proceso. Hasta el presente, el método Monet de construcción europea -cada paso en el ámbito económico fuerza su correspondiente soporte político e institucional- ha funcionado sin demasiados fallos; pero nunca se había dado un paso tan ambicioso y cargado de exigencias como el de la unión monetaria y la historia no conoce la experiencia de crear una moneda sin Estado.

De ahí la importancia de acelerar la Europa política, mediante, por ejemplo, esa Constitución europea que ha sido lanzada desde la cumbre europea de Laeken, o definiendo claramente el camino y el procedimiento para simultanear tal profundización de la Unión con la ampliación, ya comprometida, de la misma.

La entrada del euro en la vida real de la gente plantea una cuestión de enorme calado político: comprobar si la UE va a asumir, en todos los aspectos que están implícitos -económicos, políticos, sociales, de defensa, democráticos-, la soberanía que los Estados ceden en esta apuesta. Si es así, no sólo será necesario, como reza el eslogan de la presidencia española de la UE, más Europa sino también una Europa más completa, en la que la política monetaria no sea la única realmente federal.

Si, por el contrario, se pretende imponer el diseño de los que quieren que la UE sea sólo un mercado coronado por una moneda, es probable que las contradicciones empiecen a aflorar con fuerza sin que pase demasiado tiempo. Porque ello significaría seguir compitiendo por egoísmos nacionales: lo contrario de lo que supone el euro.

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