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TRIBUNA

<I> Sobre milagros, mentiras y fraudes </I>

De auténtico milagro hay que calificar que el Gobierno revise a la baja las perspectivas de crecimiento y de creación de empleo para 2002 en su Programa de Estabilidad y ello no afecte al estado de ingresos y gastos públicos del Presupuesto que se debate en el Parlamento.

Hasta ahora sabíamos que dichos Presupuestos, a diferencia de lo que están haciendo todos los demás Gobiernos ante la fase recesiva que vivimos, se definían como neutrales, en el sentido de que no actuaban de manera anticíclica. Pero de ahí a que sean insensibles a la misma reina un abismo sólo explicable por razones sobrenaturales. Los Presupuestos del déficit cero renunciaban a actuar sobre la coyuntura, pero hasta ahora nadie había dicho que, además, tampoco se verían afectados por la misma siguiendo una especie de vidas paralelas dignas de Plutarco.

Pero el milagro se convierte en sospecha de fraude cuando el Gobierno, por boca del vicepresidente Rato, expli-ca ante la Comisión de Econo-mía del Congreso de los Dipu-tados que va a mantener la polí-tica de déficit cero para el año que viene y, simultáneamente, dejar funcionar los estabilizadores automáticos.

¡Hombre, no! Salvo que en una perversión total de la teoría económica convencional se diga que subir 11 impuestos y tasas, incluidas la no deflactación del IRPF y la creación de un impuesto nuevo sobre hidrocarburos, puede considerarse, junto al recorte en gastos de sanidad al calor de unas infradotadas transferencias a las comunidades autónomas que, por primera vez en la democracia española se hacen bajo coacción, como estabilizadores automáticos.

Se pueden haber diseñado unos Presupuestos tan alejados de la realidad que queden intocados por la misma, pero o la prioridad es el déficit cero y a ello se subordina el conjunto de medidas que tendrá que adoptarse o si se deja funcionar a los estabilizadores automáticos en ingresos y gastos, el déficit será una variable resultante cuya cuantía dependerá de la fuerza de la recesión y su impacto sobre las cuentas públicas reales, no las del papel.

Esta manera de conducir la política económica a la que nos viene acostumbrando el Gobierno introduce más incertidumbres a las que ya se derivan de la situación objetiva de desaceleración del ciclo económico. Sobre todo, porque la falta de credibilidad en las previsiones y en los anuncios del Gobierno van en la dirección contraria a lo que debería hacer, que es generar confianza entre las familias y los agentes económicos.

Entre 2000 y 2002, la economía española va a sufrir una caída en su tasa de crecimiento superior a la media de la Unión Europea. Durante 2001 han cambiado tres veces las previsiones oficiales de crecimiento desde el 3,6% inicial hasta el actual 3% -que la mayoría de analistas sigue considerando optimista-, pasando por el 3,2%. Y para 2002, todavía no se han aprobado los Presupuestos, en los que sigue figurando un crecimiento del 2,9% cuando ya se cambia por otro cabalístico con tres escenarios cuya banda de fluctuación es del 100% entre el mayor y el menor, con uno central del 2,4%, por cierto, la misma tasa que tuvimos en 1994. Esto, más que a la incertidumbre, parece responder a un auténtico despiste.

Y seguimos sin saber cómo va a afectar todo esto a los Presupuestos y a la política económica. Aplicando la teoría de la preferencia revelada, es decir, viendo lo que se hace y no lo que se dice, se puede establecer el siguiente análisis: el Gobierno adopta medidas fiscales en la Ley de Acompañamiento para mantener el margen empresarial cuyo efecto, salvo algunos casos concretos con nombre y apellidos, es, según ha manifestado la propia CEOE, inocuo y poco reactivador de la inversión. Favorece, por el mismo procedimiento, los incentivos al ahorro privado de las rentas más altas en fondos de pensiones y penaliza el consumo de las familias mediante una subida impositiva generalizada que se extiende al pequeño empresario con una subida de los módulos, el nuevo impuesto de hidrocarburos y el mantenimiento del impuesto de actividades económicas (IAE).

Conocíamos ya, gracias a la OCDE, que en la época de bonanza el Gobierno había subido la presión fiscal más de dos puntos porcentuales, pero ¿es apropiado continuar haciéndolo en época de recesión? Parece que no.

Menor riqueza global, menos empleo y más impuestos sería un resumen adecuado de lo que ofrece el Gobierno a los españoles para 2002. Y a partir de ahí, la nada. La resignación y el intentar convencernos de que todo irá peor, pero que todo seguirá bien. Aunque sus liberalizaciones estén atascadas en medio de una clamorosa ausencia de competencia, aunque la inflación subyacente se estanque por encima del 3,5% afectando de forma negativa a nuestra competitividad, aunque un tercio de nuestro mercado laboral tenga contratos precarios, aunque la calidad de los servicios públicos, incluida la electricidad, haya caído a ojos vista, aunque no hayamos aprovechado los años buenos del ciclo para reducir distancias con la Unión Europea en asuntos claves como I+D, nuevas tecnologías, infraestructuras o gasto social en relación al PIB.

La moderación salarial, no así la de beneficios, seguirá siendo la variable de ajuste de una política económica cuyas únicas guindas reconocibles serán el intervencionismo favorecedor de la concentración económica, la ausencia de transparencia en las cuentas públicas, el autoritarismo ins-ti-tucional y el déficit cero. ¿O tampoco es ni será cero el déficit? ¿Habrá que preguntarle a la directora general del Te-soro por qué sigue creciendo la deuda pública del Estado?

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