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TRIBUNA

<i>Estabilidad presupuestaria y fundamentalismo</i>

Juan Manuel Eguiagaray afirma que la versión del Gobierno del PP sobre la estabilidad presupuestaria es como la de un nuevo rico, que asume de forma ostentosa actitudes que en los antiguos miembros del club son más sosegadas.

Tiene mala suerte el ministro Montoro. Lleva demasiado tiempo en el candelero por los asuntos derivados de Gescartera y sus nada sensatas declaraciones. A lo que ahora se suma que su querida Ley de Estabilidad Presupuestaria va a aprobarse en el preciso momento en que cambian las condiciones del mundo y se mitigan los fundamentalismos que la inspiraron. Aquellos que consideraban los déficit públicos herejías económicas sin paliativos y, sobre todo, tan antiguas como hoy nos parecen, pongamos, los albigenses. Cosas, en fin, de un pasado irrepetible.

Resulta curioso que un fundamentalismo, el que lleva a los pilotos suicidas a estrellarse contra las Torres Gemelas, produzca la relajación de otro fundamentalismo, en este caso económico.

Los fundamentos económicos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento habían sido ya criticados en el momento de su aprobación. No porque aquéllos fueran inexistentes, sino porque el verdadero propósito del pacto era menos la racionalidad económica que calmar a una opinión pública alemana sensibilizada con el sacrificio de su moneda para el nacimiento del euro. Nacimiento al que, lamentablemente, Alemania iba a concurrir en la desagradable compañía de algunos países de dudosa reputación en términos de estabilidad de precios. No es extraño, por ello, que las fórmulas precisas establecidas en su momento para la aplicación de las sanciones por déficit excesivo pudieran, y fueran, de hecho, criticadas doctrinalmente.

El recuerdo de los datos no equivale a ignorar que la cultura de la estabilidad macroeconómica se haya abierto un camino indiscutible en la política económica, antes y después del euro, con innegables fundamentos racionales. Ahora bien, una cosa es señalar el horizonte deseable en los tiempos de bonanza, y otra cosa, negar la realidad del ciclo, de la desaceleración o de la eventual recesión, por virtuosa que se antoje la política practicada hasta el momento.

La versión española de la estabilidad presupuestaria -me refiero a la del Gobierno del PP- ha sido la del nuevo rico. Llegados felizmente al euro, en el último momento, hemos asumido de forma ostentosa los comportamientos sosegados de los más antiguos miembros del club de la estabilidad. Y lo que formaba parte de una vieja y asentada tradición en algunos países -al igual que la afición a las carreras de caballos o al juego del bridge en los nobles salones de un selecto club social- se ha pretendido aplicar por ley en España para contribuir a la pedagogía social.

Esta actitud, tan excesiva como singular en Europa, tenía algunas ventajas. Se podían hacer muchos discursos para el consumo interno. Resultaba factible revestir de simbólica novedad una política económica nada desconocida ya por estos pagos. Y por si fuera poco, semejante propuesta permitía pavonearse por Europa al proclamar la rapidez y el aprovechamiento en el aprendizaje de los nuevos hábitos, lo que legitimaba para reclamar de los viejos miembros del club, ya que no la antigüedad, al menos los blasones de una nobleza recién adquirida.

Así estábamos hasta ha-ce bien poco. Se celebraba como un éxito de nuestra política económica el adelanto del equilibrio presupuestario respecto de los planes iniciales, mientras se hacían más notorias las distancias en capital humano y tecnológico de nuestro país respecto de los países centrales de la UEM. Y en pleno alarde, se anunciaba el superávit como objetivo presupuestario para 2002, aunque fuera a resultas del superávit de una Seguridad Social que sigue sin separar sus fuentes de financiación. Hasta que llega la intensa desaceleración de las economías americana y europea y se tambalean las convicciones reiteradas y las prioridades políticas y económicas de los países occidentales.

Reconozcámoslo: no era necesario el desplome de las Torres Gemelas. Los países de la UE, Alemania, Francia, y otros, buscaban hacía meses una interpretación menos rigurosa del Pacto de Estabilidad para una economía menos vigorosa , amenazada de caída adicional.

Tras el atentado de Nueva York y la extensión de los temores de recesión internacional, la concertación de las políticas económicas, sobre todo monetarias, de las dos grandes áreas económicas del mundo occidental, ha sido una de las pocas noticias reconfortantes de los últimos días. Pero ya es un secreto a voces que las sigilosas presiones llevadas hasta ahora para la reinterpretación del Pacto de Estabilidad han dejado de utilizar el embozo y la discreción para convertirse en abiertas discusiones que aparecen en las páginas de la información económica.

Bush se dispone a gastar, empujado por un Congreso que aprueba más gasto del que pide el presidente. Y los europeos, con mayor discreción, y no por iguales razones, se disponen a hacer frente a la desaceleración económica permitiendo dar juego a los estabilizadores automáticos del Presupuesto. Las circunstancias han cambiado. Al menos, por algún tiempo. No es que nadie se haya vuelto especialmente keynesiano de repente. Simplemente piensan como lo hacía Keynes al reflexionar sobre la gran recesión. Probablemente es más cierto decir que nadie se había creído del todo la versión fundamentalista de la doctrina dominante. Salvo, al parecer, el ministro Montoro .

Por eso, una ley que apenas para otro propósito que decir en español lo que ya tenemos dicho con fuerza legal en todas las lenguas de la UEM, no era ni demasiado razonable ni demasiado necesaria. No lo era para quienes afirmamos los fundamentos económicos que avalan una política económica asentada en la estabilidad. No lo es, a todas luces, en el momento que vivimos. Pero hay que reconocer que tienen mala suerte sus promotores cuando la tienen que aprobar en plena revisión de las condiciones que la inspiraron.

Es esperable, como ya hemos empezado a escuchar, que ahora nos expliquen el mayor margen disponible por haber hecho los deberes. Lo que no nos dirán es que para este viaje no hacían falta alforjas. Ni reconocerán, tampoco, que no era mérito del jinete la velocidad alcanzada en la carrera, sino resultado del empuje del caballo que montaba.

La cultura de la estabilidad sigue siendo necesaria. Sin embargo, a veces llueve y uno se moja. Conviene no olvidarlo. Sin caer por ello en la tentación de prohibir por ley la existencia de chubascos. Cuando tal cosa ocurre, lo razonable es guarecerse.

Mala suerte, señor Montoro.

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