<I>UMTS, el error europeo</I>
José Borrell Fontelles analiza las dificultades de las operadoras telefónicas europeas para rentabilizar los altos precios pagados por las licencias de telefonía móvil de tercera generación.
El dramático desplome de las cotizaciones bursátiles de las grandes empresas de telecomunicaciones europeas refleja la dificultad de rentabilizar los elevados precios pagados por las licencias de la telefonía móvil de tercera generación (UMTS).
De lo ocurrido se pueden extraer algunas consideraciones. En primer lugar, el desprecio por parte de los neuróticos de la competencia de la economía de las actividades en red, plagadas de costes fijos, efectos externos, economías de escala y de club. En estas actividades (telecomunicaciones, agua y electricidad, transportes), la solución eficaz es una única red de infraestructuras de acceso al cliente que utilizan todos los operadores de servicios pagando al operador único (público o privado) de las infraestructuras una tasa por su uso. Para el operador de la red, la gestión de las infraestructuras debe estar separada (o ser incompatible) con la provisión de servicios a través de ella. Pero para extremar la independencia de los operadores en competencia, se ha obligado a cada empresa con una licencia de UMTS a construir su propia red de antenas, unas 15.000 para cada una de las cuatro licencias en un país como Francia, con un coste total de 1,5 billones de pesetas. El olvido de la solución eficaz dictada por la economía de redes en nombre del dogmatismo económico hará que los países europeos se cubran de antenas caras y feas entre tres y cinco veces más numerosas de lo necesario. Ahora se da marcha atrás y se pretende autorizar a los operadores de varias licencias UMTS a compartir infraestructuras de red. Pero puede que sea demasiado tarde para salvar los paisajes y los ahorros de muchos pequeños inversores.
La segunda es la incapacidad de la zona euro para coordinar cualquier política que no sea la monetaria. Cuando varios países comparten la misma moneda, las divergencias de los costes de producción no pueden ya corregirse variando el tipo de cambio. Y estas divergencias no dependen sólo de la evolución de los costes salariales, sino de las políticas fiscales y tecnológicas, como son, a fin de cuentas, las ventas de las licencias UMTS por los Gobiernos. æpermil;stas se han vendido a un precio muy bajo en España, intermedio en Francia, muy caras en Alemania, Reino Unido e Italia, lo que introduce una gran distorsión en la competencia en un mercado único en unión monetaria. Muestra también la debilidad de las instituciones europeas, distintas del BCE, incapaces de coordinar procedimientos y precios de concesión de las licencias UMTS.
Así, queriendo o sin querer, se ha favorecido a dos tipos de operadores: los antiguos monopolios públicos que podían permitirse pagar demasiado caras las licencias porque pensaban diluir su coste entre su amplia base inicial de clientes, o los grandes operadores internacionales, japoneses y americanos dotados de grandes mercados domésticos y sometidos a una imposición débil sobre las actividades de la nueva tecnología.
Porque en el fondo, y esta es la tercera consideración, los elevadísimos precios exigidos por las licencias UMTS no son sino impuestos de los que los operadores de telecomunicaciones no pueden librarse. Si no las compran, se excluyen a medio plazo del mercado telefónico y así tienen que aceptar pagar precios que no tienen ninguna relación con el valor económico de las licencias, sobre todo si, contra toda lógica económica, se les obliga a construir su propia red.
Si los operadores pudieran trasladar a sus clientes, vía precios, el coste de las licencias, éstas serían una especie de IVA adicional sobre las comunicaciones telefónicas y el acceso a Internet, que se cobraría capitalizada. La reducción brusca de deuda pública que ello permite no sería sino la consecuencia de un aumento sectorializado de la presión fiscal, lo que no es muy original ni probablemente eficiente.
Si los operadores de UMTS, sometidos a una fuerte competencia, no pudieran trasladar a sus clientes el coste de la compra, éste no actuaría como un IVA adicional sino como un incremento del impuesto sobre los beneficios de esas empresas. En cualquier caso estaríamos ante una sobreimposición del desarrollo de las nuevas tecnologías, que no parece lo más adecuado para recuperar el retraso de Europa con respecto a EE UU. A este sector los estadounidenses dedican el 20% de su inversión total, y los europeos, el 10%.
Dadas las evidentes externalidades positivas que crean las nuevas tecnologías, cualquier política industrial que se precie debiera incentivarlas, como por otra parte aseguran desear hacer constantemente los Gobiernos europeos y las instituciones comunitarias. Pero mientras unos dicen y no hacen, otros hacen aunque no lo digan.
Parte del problema proviene también del furor de conversos con el que algunos dirigentes europeos de orígenes socialistas han abrazado los planteamientos del liberalismo económico. Han olvidado que determinadas inversiones pueden tener una rentabilidad privada insuficiente pero aportan una alta rentabilidad social a causa de sus efectos externos. La solución es la financiación mixta público-privada. Pero en Europa no sólo se prohíbe la participación de la financiación pública, sino que la privada es fuertemente gravada.
Algunas otras consideraciones, brevemente enunciadas, contribuyen a ilustrar el error europeo en UMTS. La obsesión por la reducción rápida de la deuda pública, considerada como una prioridad, no tiene tampoco mucho sentido económico. Cuando la RFA vende unas licencias UMTS (milagroso activo público virtual de cuya existencia no se tenía noticia en los tiempos de Maastricht) por la astronómica cifra de 50.000 millones de euros, está simplemente transfiriendo una cantidad equivalente de deuda pública a los operadores de telecomunicaciones. ¿En qué mejora la salud de la economía esta conversión de deuda pública en privada? ¿No existen desde el sector público utilizaciones más eficientes de ese maná inesperado?
También se consideró "políticamente correcto" vender caras las UMTS como reacción a los fuertes incrementos bursátiles de las empresas de telecomunicaciones privatizadas. ¡Los inversores han ganado mucho dinero, que paguen...! Pero la sobreevaluación de las acciones no significaba que los operadores pudiesen financiarse a costes más bajos en los mercados. La caída de las cotizaciones que ha seguido a la venta de las UMTS no ha acabado produciendo redistribuciones en el sentido deseado. En Francia, por ejemplo, el Gobierno ha sufrido una pérdida patrimonial muy superior a los ingresos obtenidos por la venta de las licencias.
En resumen, la explotación de ese imprevisto Eldorado sin atender a lecciones de la teoría económica que se estudian unas páginas más allá de las dedicadas al modelo simple e irreal de la competencia pura y perfecta ha significado un grave error para los usuarios y operadores europeos de telecomunicaciones, para la buena marcha de la economía y hasta para la preservación de los paisajes.