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TRIBUNA

<I>Europa y Norteamérica</I>

Miguel Ángel Fernández Ordoñez

Si hay algo que divierte al público, y por ello es un tema favorito de los comentaristas, es comparar la evolución de la economía americana con la europea. El problema es que, últimamente, los juicios han cambiado con una volatilidad asombrosa.

Hace 12 meses se otorgaba el liderato indiscutible a Estados Unidos por sus récords de crecimiento sostenido durante ocho años, su extraordinaria creación de empleo, el aumento espectacular de su productividad. Pero a finales del año pasado el crecimiento norteamericano se situó por debajo del europeo, y cayó también fuertemente la productividad.

Entonces se empezó a hablar de la sustitución de la locomotora americana por la locomotora europea que se suponía que tenía por delante una etapa de crecimiento sin problemas. Cuando los europeos empezábamos a disfrutar de esta visión, entramos en una tercera fase, en la que nos encontramos ahora, y en la que, aunque Europa mantenga unas tasas de crecimiento mayores que las americanas, el crecimiento europeo se ha desacelerado también, y lo que es lo más importante, la confianza y las expectativas empiezan a resquebrajarse (seis meses seguidos ha descendido la confianza de los empresarios y tres meses seguidos la de los consumidores) y, en paralelo, van cayendo las proyecciones de crecimiento que los analistas hacen para éste y el próximo año.

Al mismo tiempo, muchos indicadores americanos -de demanda, de confianza e incluso de producción- han empezado a cambiar de signo.

Acertar en la coyuntura no es fácil. Hace sólo un mes cundía un claro pesimismo sobre la economía americana pero, a la vista de los últimos indicadores, no se puede descartar que se produzca un cambio en el último trimestre, y que ese repunte redunde en beneficio del crecimiento europeo.

Pero si queremos tener más posibilidades de acertar deberíamos dejar la coyuntura a un lado y fijarnos en los problemas estructurales que las dos economías tienen por resolver. El problema de la economía americana es, en realidad, una acumulación de problemas coyunturales, es su caída en la tasa de ahorro (con el reciente crecimiento del consumo, muy por encima de la renta disponible, la tasa de ahorro de las familias está ya en un -1,3%) o si se prefiere su equivalente, el problema del déficit de la balanza corriente.

El problema de Europa es también bien conocido: sus rigideces estructurales en todos sus mercados, tanto el de trabajo como el de empresas, como el de capitales, como la insuficiente desregulación de sus monopolios. Y las dos economías tienen como tarea pendiente la de revisar los subsidios a la agricultura y otras producciones.

El problema americano es, en cierto sentido, más difícil de resolver porque los aspectos coyunturales y los estructurales están interrelacionados y el intento de arreglar uno puede perjudicar otro. Es difícil reconstruir la tasa de ahorro y disminuir el endeudamiento de familias y empresas sin alimentar una recesión o sufrir un crecimiento bajo durante algún tiempo. El problema europeo es, en teoría, más fácil de resolver, porque no tiene desequilibrios macroeconómicos y los avances en las reformas estructurales permitirían un aumento del crecimiento potencial sin crear ningún perjuicio a la economía europea en el corto plazo.

Pero el verdadero problema de las dos economías es que ninguno de los dos tiene ganas de resolver sus problemas.

Estados Unidos no resolverá su problema porque no soporta disminuir su crecimiento ni siquiera de forma transitoria, y Europa tampoco resolverá el suyo porque detrás de la falta de ganas de solucionarlo está el nacionalismo y sus viejos países no parecen dispuestos a renunciar al mismo.

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