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TRIBUNA

<I>El euro no nos libera del vínculo exterior</I>

Decir que hay un vínculo exterior en la economía significa que los márgenes de maniobra de la política económica se reducen considerablemente porque hay fuerzas económicas superiores a las de las autoridades nacionales que imponen el respeto de cierto equilibrio exterior. En España, este vínculo exterior ha sido, mucho más que la inflación y hasta la accesión a la unión monetaria europea en 1999, el principal obstáculo a las políticas de reactivación de la economía por la demanda interna.

No es sorprendente ni preocupante que un país en desarrollo tienda a mantener su cuenta corriente con el exterior en déficit.

Es más, ésa debería ser su situación normal, pues el retraso en el desarrollo se caracteriza particularmente por una intensidad de capital relativamente baja y, en igualdad de las demás circunstancias, la eficacia marginal del capital es mayor en esos países que en los desarrollados. Por eso, cuando no hay restricciones importantes en el comercio ni en los movimientos de capital, esta situación acaba creando un desplazamiento del ahorro de los países industrializados a los menos desarrollados, es decir, generando un déficit corriente en estos últimos.

Era, pues, normal que la economía española fuera receptora neta de ahorro exterior cuando su renta per cápita no llegaba a los dos tercios del nivel de la UE y registrase un déficit corriente exterior del 1% del PIB en el promedio de 1960-90, con un crecimiento netamente superior al de la zona en ese mismo periodo.

Lo que resulta un tanto anormal es que cuando entra claramente en el grupo de países industrializados y su renta per cápita supera el 80% de la europea, la economía siga siendo receptora neta de ahorro y registre todavía, como en 2000, un déficit corriente sustancial y creciente. Y esta anomalía se hace tanto más evidente si se tienen en cuenta los efectos positivos sobre los flujos de comercio de bienes y servicios que cabe esperar de la importante depreciación de la peseta en estos últimos años.

Pero, además del mayor nivel de riqueza, hay otro factor que también tiende a favorecer la exportación del ahorro al exterior o reducir su importación, cual es la evolución del saldo de las Administraciones públicas al superar su tasa de ahorro neto el 3,5% del PIB en 2000 frente a cifras negativas unos años antes.

El déficit exterior y las restricciones al crecimiento que hasta hace poco siempre ha supuesto no es una fatalidad caída del cielo. Es el resultado de la acción de los poderes públicos y de los agentes económicos privados, para quienes el saldo exterior sólo es el resultado de la agregación de transacciones entre residentes y no residentes y el equilibrio exterior no es considerado a priori una situación óptima.

La experiencia de los exportadores españoles de bienes y servicios, y a lo que parece se han habituado, es la de un déficit corriente externo persistente, más o menos elevado, y una peseta cuya única variación era casi siempre a la baja. Pero con el euro, los exportadores españoles viven por primera vez la experiencia de utilizar una gran divisa y deben tener presente que a una fase de debilidad como la que ha tenido desde su nacimiento puede seguir, al igual que les ha ocurrido en ocasiones al dólar, marco y yen, otra de recuperación, incluso rápida. Por eso conviene tener las ideas bien claras y no aprovecharse de situaciones de debilidad del euro como la actual y subir los precios para encontrarse más tarde fuera del mercado, cuando inevitablemente se acabe reforzando.

De hecho éste es el comportamiento que se está siguiendo con el aumento del precio de las exportaciones de productos industriales de consumo en un 7,8% en 2000 frente a sólo el 2% en el mercado interior.

La misma lucidez deberían tener los responsables de la política económica para no caer en la tentación de considerar que en la situación de moneda única europea hay que arrumbar el vínculo exterior como un accesorio más pasado de moda y se pueda expansionar libremente la economía (como se hizo hace poco con el recorte en el IRPF) en cualquier circunstancia.

Es cierto que con el euro ha desaparecido la incertidumbre asociada a la posibilidad de devaluación de la peseta, lo que favorece la actuación de los operadores en el sector exterior.

Pero las presiones (normalmente a la baja) sobre el tipo de cambio de la peseta desempeñaban un papel importante: eran a la vez semáforo y pararrayos, dando la señal de alarma sobre los desequilibrios que se iban formando en la economía. Así, por ejemplo, cuando el déficit corriente superaba ciertos límites porque el país consumía más que lo que producía (como ahora está ocurriendo), por el deterioro de la competitividad asociada a alzas excesivas de precio o por una incapacidad para innovar, esta situación quedaba señalada y se tomaban las medidas correctoras adecuadas.

Pero sin el vínculo exterior tal como existía en la época premastriquiana, ese complejo sistema de señales ya no existe. Eso no implica, sin embargo, que el exceso de demanda interna y/o la pérdida de competitividad que ha generado el déficit corriente -es decir, exactamente la situación actual de la economía española- pueda continuar indefinidamente sin necesidad de que se tomen medidas correctoras.

Al contrario, cuanto más tiempo se deje que las toxinas del desequilibrio se extiendan de forma insidiosa por el cuerpo de la economía, mayor será la probabilidad de que los daños se hagan casi irreversibles y tanto mayor se-rán, por consiguiente, los efectos de los anticuerpos -menor crecimiento de la actividad y del empleo-, que inexorablemente acabarán cumpliendo con su función.

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