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TRIBUNA

<I>Panorama en gris</I>

Las subastas de telefonía móvil de tercera generación muestran cómo el intervencionismo público puede frenar la innovación y la competencia.

No sin razón la economía fue calificada desde sus comienzos como una ciencia gris. Entre las que justifican tal calificativo, una de las más acertadas reside en que rara vez uno puede hallarse totalmente seguro de si una decisión va a tener los efectos favorables que se supone. Ejemplo muy cercano y pertinente lo encontramos en la política de los Gobiernos alemán e inglés en imponer el pasado año una subasta a las compañías de telecomunicaciones que pretendían instalar en esos dos países las llamadas redes de comunicación de tercera generación. Supongo que la tentación de encontrar un maná que les permitiera aumentar de manera aparentemente indolora el gasto público en partidas que aseguran siempre una buena cosecha electoral aconsejó a esos Gobiernos apretar las clavijas a las compañías que, les gustase o no el procedimiento, apostaron por endeudarse fuertemente -se calcula que las empresas ganadoras pagaron a ambos Gobiernos casi 15 billones de pesetas para conseguir unas licencias sin las cuales, pensaban, su futuro estaba seriamente comprometido.

Sin duda esa es una de las razones por la cuales el Gobierno español fue acusado por los partidos de la oposición y ciertos sectores de los medios de comunicación de haber hecho un regalo injustificado a las compañías que optaron en España a las licencias concedidas en marzo de 2000 mediante concurso y no por subasta. Como es habitual en estos casos, no faltaron las acusaciones de favoritismo ni el manejo precipitado de ejemplos extranjeros; eso sí, sin pararse un solo momento a reflexionar a propósito de las razones que podían avalar uno u otro de los procedimientos, ni sus justificaciones y ventajas. Se dio por supuesto que las ondas utilizadas para la telefonía de última generación constituyen un magnífico hecho imponible y que las distorsiones originadas por el mismo o los excesos de gravamen constituían peccata minuta. Pronto se demostró que no era así cuando el Gobierno francés se quiso apuntar a la tómbola, pero se encontró que sólo dos compañías -ambas francesas y una de ellas pública- se decidieron a pasar por taquilla y pagar los más de 700.000 millones de pesetas que costaba cada licencia, reforzándose de esa forma la falta de competencia a que tan aficionados son nuestros vecinos del norte.

¿Qué ha sucedido? Sencillamente que los Gobiernos europeos han matado la gallina de los huevos de oro, pues esa es la única forma de resumir un proceso en el cual se impone un impuesto sobre unos beneficios hipotéticos para entrar en un negocio que es vital para equilibrar el retraso tecnológico general que Europa tiene respecto a Estados Unidos, pero que se puede venir abajo bajo el peso de unas deudas que, de acuerdo a estimaciones conservadoras, llegan a los 125.000 millones de dólares para el sector.

æscaron;nase a ello que estamos hablando de unas empresas para las cuales los analistas calculan que registrarán pérdidas, como muy pronto, hasta pasado el año 2011. En otras palabras, que así como hace algunos años se comentaban los perjuicios que bajo el término de "expulsión de los mercados" ejercía la deuda pública, hoy nos encontramos en parecida situación, pero ocasionada en estos casos por unas compañías, generalmente privadas, que demandan capitales en unos volúmenes que no está claro que los ahorradores estén dispuestos a satisfacer en unas condiciones de beneficios más que dudosos por parte de unas demandantes que han pagado precios exorbitados por las licencias y ahora deben iniciar costosísimas inversiones en las redes que han de explotar.

Todo ello lo acusaron los malvados mercados y el miércoles 14 de febrero las grandes Bolsas europeas iniciaron una fuerte caída, propiciada por los desplomes de empresas como Telefónica, France Télécom, Vodafone y Deutsche Telekom.

La recuperación de las cotizaciones de algunas no ha disipado las dudas que planean sobre sus futuros bene-ficios. Y en esas estamos..., y estaremos hasta que los Gobiernos no acepten que, con sus intervenciones, ellos también cometen disparates, y no precisamente de los menores.

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