Las distintas velocidades a las que circula Europa
Alemania no arranca, Francia retrocede, Italia y Portugal bajan impuestos, Holanda los sube y España no aprovecha el ‘rally’

Europa y su civilización se conforman con poco. La Comisión Europea celebraba hace unos días con cierta euforia las previsiones de crecimiento más modestas de las grandes economías del mundo, con la única excepción de Japón, que se conforma todavía con menos. Y como es común en una economía con veintisiete voluntades, cada país circula a una velocidad diferente, con vehículos distintos y por vías divergentes, y donde la pasiva autoridad común apenas logra imponer unos pocos criterios que permitan una política fiscal y monetaria común, pero que vigila con preocupante laxitud. Pobre arsenal para recuperar la soberanía geoestratégica, tecnológica e industrial, pero suficiente para conservar su condición de civilización envidiada.
La crónica del desempeño económico de la Unión Europea desde la crisis de la pandemia de Covid dibuja una pequeña recuperación inicial para languidecer después por la agresión bélica de Rusia a Ucrania, la embestida inflacionista y la presión de la escalada arancelaria de Trump. Solo España entre las economías grandes y unas pocas entre los países pequeños han superado avances del 2% en los últimos años, y en todos los casos con un patrón parecido: incremento de la demanda interna por la llegada de inmigración y creación de empleo barato en actividades de servicios.
Pero lo más preocupante no es que cada país se aferre a su modelo productivo para estimular su crecimiento, sino la parálisis generalizada de la inversión de naturaleza privada, la fe en los programas de regeneración cofinanciados por el club comunitario y el pobre activismo reformista, cuando no contrarreformista, lo que impide preparar a las economías para disponer en el medio y largo plazo de crecimientos potenciales más generosos. Sólo aquellos países entre los grandes que han cambiado de rumbo político de manera reciente están inmersos en apuestas reformistas, aunque los frutos parece que tardan en madurar.
Unificar las políticas económicas y reformistas de todos los países de la Unión es una ambición tan quimérica como construir un nacionalismo paneuropeo, como se demandaba en esta misma página hace unas semanas. Pero los poderes del colegio de comisarios tienen que dejar de ser meras recomendaciones para disponer de un rango ejecutivo más firme, para aprovechar la capacidad de los mandatos de los informes de Letta y Draghi, de cuya eficacia futura todos presumen. Eso es construir un espacio económico en el que surtan efecto las reformas, las inversiones, los estímulos monetarios, el control de los desequilibrios y la unión bancaria, para que el crecimiento de cada región tenga un efecto multiplicador sobre las demás.
De lo contrario, Europa seguirá registrando el crecimiento más pobre de los grandes polos económicos del mundo, con avances que superarán con dificultad en unas pocas décimas el 1%, mientras EE UU ronda el 2% pese a unos tipos de interés más elevados y el nuevo impuesto que suponen las tasas arancelarias; China se mueve entre el 4% y el 5% pese a las dudas sobre su mercado inmobiliario; India supera con holgura el 6% cada uno de los tres próximos años; y emergentes como Turquía, que está acaparando producción manufacturera de Europa, se acerca al 4% cada año.
Hablar de una unificación de las políticas económicas en Europa, que tras una fase de estancamiento tiene que tener un elevado carácter keynesiano, es más fácil decirlo que hacerlo. Basta comparar las dos economías más potentes de la Unión para comprobarlo. Ambas están estancadas o coquetean con el estancamiento, pero mientras Alemania dispone de gran capacidad para movilizar la inversión pública por la posición privilegiada de endeudamiento público que tiene (63% del PIB ahora y una revisión del 67% en un par de años), Francia tiene una posición muy delicada, con un pasivo público del 116% del PIB ahora y estimación del 120% en 2027, y una capacidad de maniobra muy estrecha.
Pero la voluntad política impuesta por los electorados es determinante, y condiciona de manera diferente a Alemania y a Francia. La primera economía del continente, con un cambio de Ejecutivo reciente, ha aflojado las ataduras del rigor fiscal y se prepara para movilizar un billón de euros para modernizar su industria, tradicionalmente puntera en el mundo, y su capacidad de disuasión defensiva. El castigo encajado en los últimos años por la competencia china, los aranceles americanos y la vertical de los precios energéticos por la dependencia de Rusia han llevado a Alemania a la parálisis, y quiere sacudírsela con un plan de gasto público que estimule una inversión privada anestesiada desde hace años.
Francia, atrapada en una crisis de polarización política sin precedentes, además del margen nulo para usar la palanca pública y de una demanda privada en alerta por la incertidumbre política, ha optado por las contrarreformas en materia fiscal. Ha anulado la de pensiones que retrasaba la edad de jubilación ¡de 62 a 64 años! y refuerza las subidas de impuestos. La consecuencia es que para los próximos años prevé, si finalmente logra dejar de quemar primeros ministros y cuadrar un Presupuesto, un elevado déficit primario, un desequilibrio fiscal superior al 5% anual y una deuda pública que no deja de crecer, con el consiguiente coste financiero, que ya se acerca al 3% del PIB.
Las economías de segunda división también tienen sus propias velocidades y combustibles diferentes en sus motores, aunque con desempeños parecidos. Italia, uno de los lastres fiscales tradicionales de la zona euro, espera crecimientos discretos pese a practicar rebajas de impuestos de las rentas personales, y poner bajo control su saldo fiscal con muchas dificultades, ya que el cambio de humor de los tipos de interés eleva la factura financiera de una deuda cercana al 140% del PIB, pese a consolidar un superávit primario (excluida la carga de la deuda) muy generoso.
Los Países Bajos es el país que ha practicado más el estímulo interno con generosas alzas de los salarios, aunque en parte neutralizado con subidas de impuestos (IVA turístico, renta en algunos tramos, combustibles y seguros de salud), para consolidar crecimientos de la riqueza superiores al 2%, tratar de reducir la tasa de paro más elevada en cuatro años y afrontar gastos crecientes en defensa. Dispone, eso sí, de la mejor situación fiscal de la zona del euro, con un pasivo público inferior al 50% del PIB.
España es diferente. Lidera el avance del PIB anclado en la pequeña revolución demográfica que proporciona la inmigración, marca récord de empleo y espera una acelerada mejora de su saldo fiscal, con récord de ingresos pese a haber aflojado en la escalada de subidas de impuestos de los años pasados, y pese a dejarse llevar en los gastos como si fuesen a ser siempre financiables. Desaprovecha la buena marcha del negocio, eso sí, para ejecutar ajustes que serán obligados en los años venideros, ya sea en el volumen de deuda o en partidas estresadas como la de pensiones. No tiene Presupuestos, una excusa recurrente, pero incluso se alardea de que se circula mejor sin él. Y Portugal, con parámetros parecidos, reduce los tributos a los jóvenes y dispone del margen presupuestario que se ha procurado bajando la deuda muy por debajo del PIB con cuentas equilibradas.

