El coste de oportunidad de las pensiones: implicaciones a largo plazo
La cuestión no es si España debe mantener un sistema de jubilación generoso, sino si puede permitirse hacerlo sin sacrificar su competitividad futura. Un sistema de Seguridad Social sostenible debería coexistir con niveles adecuados de inversión pública productiva

El sistema de pensiones español absorbe una proporción significativa del gasto público. Es esta, sin duda, una tendencia que se ha intensificado y lo hará más con el progresivo envejecimiento de la población y por la reforma reciente del mismo, hecho este último que ha supuesto un aumento de la generosidad a favor del pensionista tensando, algo más, la viabilidad del sistema.
Sin embargo, frecuentemente, surge el argumento de que el problema de esta generosidad, y viabilidad, no radica en que las pensiones sean excesivamente generosas, sino en que los salarios españoles son insuficientemente altos. Si los salarios no son capaces de sostener un sistema de pensiones como el español, la solución no estaría en recortar las pensiones, sino en subir los salarios. Esta perspectiva, aunque comprensible desde una lógica ingenua basada en el sentido común, obvia una realidad económica fundamental: los salarios no son independientes del sistema económico, de su contexto. No caen del cielo y vienen dados de forma exógena, sino que dependen, en términos generales, de los niveles de productividad del país.
Hace unas semanas escribí una columna explicando que las diferencias entre los salarios españoles y alemanes recaía fundamentalmente en las capacidades para generar valor de nuestra economía, o dicho en términos más sencillos, por la capacidad de ser productivos. Esta evidencia no es casual; responde a los fundamentos microeconómicos que vinculan la remuneración del trabajo con su contribución al valor añadido. Pretender elevar artificialmente los salarios sin mejorar la productividad subyacente conduciría inevitablemente a problemas de competitividad y, potencialmente, a un aumento del desempleo. Así, si los salarios son bajos irremediablemente solo podrían subir si mejoramos nuestra cualificación, estructura productiva, inversión en capital y en infraestructuras, cambiamos la cultura emprendedora, invertimos en I+D+i, generamos un entorno favorable a la inversión y actividad empresarial, generamos confianza en los agentes, reducimos la carga burocrática y simplificamos la regulación y hacemos más eficiente, en general, todo aquello que se confabula para producir. Solo eso. Todo eso.
Pero en el párrafo anterior subyace el dilema que se cierne sobre la economía española. Para elevar salarios habrá detectado que buena parte de las acciones deben ser financiadas por un Estado que se ha arrogado la responsabilidad de impulsar algunas de esas características que terminan determinando nuestra productividad y nuestros salarios. Pero, y esto es lo relevante, cada euro destinado al pago de pensiones representa un euro que no puede asignarse a estas inversiones públicas productivas. Así, este coste de oportunidad que podría ser meramente contable no lo es; tiene implicaciones reales sobre la capacidad de la economía española para mejorar su competitividad y generar mayor valor añadido.
La inversión pública en capital humano a través de la educación y la formación profesional, la modernización de infraestructuras de transporte y comunicaciones, el apoyo a la investigación y la innovación, la digitalización de la administración pública y el desarrollo de nuevas tecnologías son todos elementos que contribuyen a elevar la productividad nacional, y por ello nuestros salarios. Sin embargo, la deriva presupuestaria impuesta por el creciente gasto en pensiones comprime y comprimirá el espacio fiscal disponible para este tipo de inversiones públicas productivas.
Es por ello importante distinguir entre diferentes tipos de gasto público. Las transferencias a pensionistas, aunque socialmente necesarias, no generan directamente nueva capacidad productiva en la economía. Por el contrario, las inversiones públicas en infraestructuras, educación e I+D crean activos que mejoran la productividad durante décadas. Esta diferenciación no pretende deslegitimar las pensiones, son absolutamente necesarias y quien les escribe las defiende sin fisura. Pero esta defensa no se puede hacer sin menoscabo en reconocer que existe una tensión real entre el gasto corriente en transferencias y el gasto de capital que impulsa el crecimiento futuro. Que lo condiciona, y no para bien.
Esta situación plantea un dilema intergeneracional complejo. Las generaciones actuales de jubilados han contribuido al sistema durante su vida laboral con la expectativa legítima de recibir una pensión digna. Sin embargo, mantener estas prestaciones, y sobre todo las que vendrán, en un contexto demográfico adverso requiere niveles de contribución crecientes por parte de las generaciones más jóvenes, al tiempo que se reduce el espacio fiscal para inversiones públicas que beneficiarían precisamente a estos trabajadores más jóvenes en términos de mejores oportunidades laborales y salarios más altos en el futuro.
Y es, por ello, donde emerge una paradoja crucial: las transferencias a pensionistas no serían problemáticas per se si el sistema fuera equilibrado. El problema radica en la forma de financiación. Cuando las pensiones se financian mediante incrementos excesivos de las cotizaciones sociales, se reduce la renta disponible de los trabajadores activos, desincentivando el empleo y la actividad económica. Cuando se financian con deuda pública, se traslada la carga a las generaciones futuras, comprometiendo su capacidad fiscal. En ambos casos, se genera una tensión que no existiría si las transferencias fueran equilibradas y sostenibles desde el punto de vista fiscal. Y mientras dejamos de realizar inversiones que elevarían la productividad y salarios futuros.
La cuestión de fondo no es si España debe o no mantener un sistema de pensiones generoso, sino si puede permitirse hacerlo sin sacrificar su competitividad futura. Un sistema de pensiones sostenible debería poder coexistir con niveles adecuados de inversión pública productiva. Sin embargo, cuando la demografía adversa obliga a elegir entre mantener las prestaciones actuales o invertir en productividad, surge el dilema que caracteriza la situación española.
Esta tensión se agrava porque la inversión pública productiva no solo beneficia a las generaciones futuras, sino que también es necesaria para generar el crecimiento económico que permita sostener el propio sistema de pensiones a largo plazo. Una economía con baja productividad y escaso crecimiento será menos capaz de generar los recursos necesarios para financiar pensiones dignas en el futuro.
La resolución de este dilema requiere un enfoque que reconozca tanto la legitimidad de las expectativas de quienes van a recibir una pensión como la necesidad imperativa de mantener la capacidad de inversión pública productiva. Esto implica explorar reformas que mejoren la eficiencia del sistema de pensiones sin comprometer excesivamente su generosidad, al tiempo que se preserva espacio fiscal suficiente para inversiones que impulsen la productividad. Y del 5% en defensa, ya ni hablamos.