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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La X de la Iglesia y la soberanía popular

Debería permitirse que el ciudadano eligiera en qué se gastan sus impuestos, empezando quizá por un 10% del IRPF

La vicepresidenta primera y ministra de Hacienda, María Jesús Montero, en el Congreso, el 21 de mayo.

Casi todos los años por estas fechas pienso en que tengo que escribir un artículo dedicado a la famosa X a favor de la Iglesia en la declaración de la renta y a lo que ello podría significar. No va esta reflexión encaminada a defender que se marque o no la X en la casilla dedicada a destinar parte de nuestro impuesto sobre la renta a la Iglesia y a los fines de interés social. Va más bien enfocada a defender el increíble gesto que supone poder decidir sobre a qué se dedica una mínima fracción de nuestros impuestos –únicamente el 0,7% del IRPF–. Este aparentemente insignificante gesto de libertad y de capacidad de decisión sobre nuestra contribución tributaria ciudadana es una magnífica representación de hacia dónde deberíamos tender en la relación de los ciudadanos con las Administraciones públicas.

A día de hoy creo que no me equivoco si digo que la relación básica y fundamental que tiene el ciudadano con el Estado es la tributaria: es el mayor y más importante deber que se le impone a cualquier persona que reside en un país. Sin duda, existen otros, pero ninguno parece más importante y gravoso que este. Sin esta relación tributaria en la que los ciudadanos sostienen los gastos del Estado, este tal vez pudiese subsistir, pero, desde luego, sería otro Estado.

Por otro lado, es el Estado, en todas sus facetas, el que decide cómo se gasta ese dinero. El ayuntamiento, la comunidad autónoma y la Administración general de Estado, todos ellos deciden, sobre la parte de los tributos que recaudan o reciben, qué se hace con ese dinero. Sin entrar a explicar cómo se organiza toda esta administración, es de sobra conocido que son finalmente órganos políticos, elegidos por los ciudadanos, los que deciden en qué se gasta el dinero recaudado de los propios ciudadanos. Los intérpretes de la voluntad popular son los encargados de tomar estas decisiones de gasto e inversión.

A estas alturas de la reflexión, se vislumbra cuál es la tesis que se propone, que no es otra que permitir al ciudadano elegir en qué se gastan sus impuestos; en particular, a qué se dedica su contribución por el IRPF; es decir, hacer de la libertad de la X a la Iglesia y a los fines sociales no un fenómeno residual, sino un elemento de mayor calado en la declaración de la renta, de modo que aparezca un nuevo intérprete de la voluntad popular, el propio ciudadano-contribuyente.

Así, una persona podría decidir si gasta en sanidad o en defensa, podría decidir si manda el dinero a investigación o a educación, o si prefiere que se envíe a un determinado hospital o a la realización de una nueva autopista. Las posibilidades son enormes. Requeriría, por supuesto, mayor trabajo en la preparación de la declaración del IRPF. Por ello, sería optativo: quien no quiera perder el tiempo, puede dejarlo a los Presupuestos Generales del Estado, como con la X.

A nadie se le escapa a estas alturas lo relevante que sería aparecer como casilla que pudiese ser elegida por parte de los ciudadanos, y entrar en esas listas de elección generaría también trabajo y algún más que previsible conflicto. Sin embargo, no parece nada que no pueda solventarse y que se pueda ir afinando con el tiempo.

Siempre existiría una parte más o menos relevante de los ingresos tributarios que habrían de ser decididos por aquellos que no son sus usuarios o beneficiarios, por lo que resultaría siempre necesario algún tipo de órgano político que tome la decisión sobre un volumen más o menos significativo de la recaudación tributaria. Esta combinación de intérpretes no debería suponer ningún problema y, lógicamente, la capacidad de elección para los ciudadanos-contribuyentes empezaría siendo un pequeño porcentaje de la cuota del IRPF que les corresponde pagar. ¿Nos atreveríamos con un 10%?

Desde el punto de vista técnico, a día de hoy, podría abordarse sin necesidad de echarnos a temblar. Todos los días oímos repetidas veces cómo la aplicación de la inteligencia artificial nos va a dejar sin trabajo prácticamente a todos los humanos; una aplicación adecuada de las actuales herramientas informáticas a este proyecto podría conseguir un alto grado de eficacia.

Una primera gran ventaja de esta intensificación de la capacidad de decisión de los contribuyentes podría ser el incremento de la conciencia ciudadana respecto del cumplimiento de sus deberes tributarios… más allá de anuncios televisivos. No nos engañemos, son muy pocos los que están contentos con los impuestos que pagan. La creciente desconexión emocional en la ciudadanía entre lo que se paga y lo que se recibe puede acabar socavando definitivamente la concepción de justicia tributaria. Se trataría, también, de abordar el fraude tributario desde otro flanco. No solo el palo, sino también la responsabilidad.

Otra ventaja, por qué no decirlo, consistiría en una posible mayor corresponsabilidad por parte de las administraciones receptoras de los fondos.

Esa capacidad de ejercicio de libertad y de decisión sobre la relación política tributaria de los ciudadanos con el Estado supondría un ejercicio real de soberanía, equiparable en alguna medida al ejercicio del voto, reducto al que parece sometida nuestra soberanía ciudadana cada cierto tiempo. A fin de cuentas, cuando votamos no hacemos sino elegir a quiénes serán los intérpretes de la voluntad popular, mediante un sistema político ideado ya hace unos siglos.

Este ejercicio de elección de destino de la recaudación tributaria de cada uno estaría mucho más cerca de la representación directa, a modo de un pequeño referéndum tributario anual. Alguien seguro que reclamaría que este ejercicio libertario podría menoscabar la representación política y la norma democrática de una persona, un voto. Sin embargo, no se ha de olvidar que solo estamos hablando de introducir una cierta capacidad de elección sobre una cuestión tributaria; no del resto de cuestiones políticas, ni siquiera de la totalidad de la recaudación.

En definitiva, son bastantes las potenciales ventajas, no parece especialmente difícil desde el punto de vista práctico, y tampoco aparecen desventajas significativas. No sé qué pensarán los políticos.

Javier Prieto es socio del departamento de fiscal de Araoz & Rueda

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