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A fondo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tenemos que hablar de la deuda

El apalancamiento público descontrolado amenaza con constituirse como un problema de largo plazo

Janet Yellen
La secretaria del Tesoro de Estados Unidos, Janet Yellen.STEFANI REYNOLDS (AFP via Getty Images)

La Gran Crisis dejó profundas cicatrices que todavía hoy, más de quince años después, seguimos sufriendo. Una de ellas fue la consciencia de lo dañino que puede ser el apalancamiento excesivo. Esto es algo que entendieron bien los particulares y, sobre todo, las empresas. La evolución de los ratios de deuda neta/ebitda (los beneficios antes de impuestos e intereses) de las compañías cotizadas, desde la crisis hasta nuestros días, es una clara muestra de lo profunda que ha calado la necesidad de convivir con ratios de deuda manejables.

Sin embargo, a diferencia de las familias y las empresas, los Estados no parecen haber asimilado de manera clara esta enseñanza. Más bien ha sido lo contrario, y a lo largo de los últimos años hemos visto como los ratios de deuda sobre PIB de los países desarrollados se han disparado de manera muy importante. Quizás haya sido por necesidad, puesto que los países, junto con los bancos centrales, han constituido un soporte fundamental de la evolución económica y de los mercados ante las distintas crisis que hemos tenido en los últimos quince años.

A pesar de esto, y al igual que existen medicamentos y terapias con fuertes efectos secundarios, este intervencionismo ha generado negativas consecuencias que amenazan, en cierta manera, nuestro futuro económico. El entorno de tipos cero y negativos de la década pasada no solo generó la mayor burbuja de renta fija que recordamos, sino que permitió a los Estados ceder a la tentación del dinero gratis para financiar políticas de gasto que en algunos casos fueron necesarias (la economía postpandémica) y en otros fueron directamente irresponsables (la administración Biden incrementando el déficit y el gasto en la parte más madura del ciclo).

Dar un paso atrás en esas políticas de déficit y gasto tiene un coste político que, en esta época, nadie parece dispuesto a asumir. El ejemplo más reciente de esto puede ser Francia. Se ha hablado mucho de lo negativo que hubiera sido que ascendiera al poder una formación política que no fuera disciplinada presupuestariamente, pero la realidad es que los desequilibrios de nuestro vecino ya existían antes de las elecciones europeas del nueve de junio.

A lo largo de los últimos diez años, Francia ha sido el país europeo que más ha incrementado su deuda pública y privada. Su déficit parece complicado que baje del 5,5% y su ratio de deuda pública sobre PIB ya es superior al de España. A la vista de esto, no sorprende ni la bajada de su rating, ni la subida de su prima de riesgo. Ha sido necesario un evento como las elecciones legislativas para que los inversores repararan en la situación de las cuentas públicas francesas y volviéramos a hablar de primas de riesgo en Europa.

El hecho de que el mercado no reaccione de una manera inmediata a una circunstancia no implica que no exista un problema de fondo. Un ejemplo claro fueron los años de expansión cuantitativa infinita y tipos negativos, que dieron lugar a una situación inestable en la renta fija que tardó años en estallar, hasta que la chispa de la inflación dio lugar a pérdidas históricas para los bonistas.

Estos problemas no son potestad únicamente de Europa. El caso de Estados Unidos, por su dimensión e importancia, es también llamativo. De seguir este ritmo de emisión de deuda, la oficina de presupuesto del Congreso estima que el ratio de Deuda estadounidense sobre PIB alcanzará el 200% en algo más de un par de décadas. El déficit estadounidense se sitúa ahora mismo en el 5.93%, con unas previsiones que apuntan a incrementos de esta cifra en 2024 y 2025. Si miramos a las elecciones de noviembre, las expectativas tampoco son muy halagüeñas considerando que la alternativa tampoco se caracteriza por su austeridad.

Es cierto que la moneda de referencia sigue siendo el dólar y que este circuito de deuda-gasto-deuda se puede mantener siempre y cuando continúe la confianza en el emisor, que no es otro que la primera economía del mundo. A pesar de esto, que un problema no cotice no significa que no exista, y pensar que esta confianza en Estados Unidos y su divisa es indestructible supone cerrar los ojos, en cierta medida, a un importante problema latente.

El volumen de deuda estadounidense amenaza con ser tan brutal que ya surgen voces autorizadas que abogan por esgrimir mecanismos de control de curva, y así mantener bajo el coste de esa deuda, al estilo de lo realizado en Japón. Sin embargo, establecer el control de una curva de 34,8 billones de dólares parece una idea difícil de implementar y posiblemente agravaría el problema que se quiere evitar.

La deuda descontrolada amenaza con constituirse como un problema de largo plazo, y como tal, solo puede atajarse con actuaciones planificadas con un horizonte temporal amplio. Esto es una tarea que se encuentra en el lado de políticos, legisladores y banqueros centrales. A los inversores les queda la opción de actuar con una importante dosis de sentido común. No se trata de huir de la deuda soberana, pero ante la cuestión de considerar a quién le prestamos nuestro dinero, la deuda corporativa aparece como un instrumento necesario en las carteras.

Frente a unos Estados que siguen incrementando sus ratios de deuda, encontramos compañías que aumentan sus ventas por encima de la inflación, que tienen importantes barreras de entrada, que cuentan con caja neta y que, además, pagan un diferencial sobre la deuda soberana. Es responsabilidad del inversor considerar si estas compañías son una alternativa válida para formar una parte importante de sus carteras de renta fija.

David Ardura es director de inversiones en Finaccess Value

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