La concertación iliberal, la confianza y la quimera de la igualdad salarial
El diálogo social ha dejado de ser la herramienta contra la inflación y generadora de estabilidad que fue en la Transición
El Gobierno impone una subida del salario mínimo del 5%, lo acepten o no los agentes económicos que cogobiernan las relaciones industriales. Con indisimuladas amenazas a la patronal si no se aviene a aceptar las lentejas de la vicepresidenta Diaz, la referencia salarial mínima acumula así en los últimos seis años un incremento del 54%, absorberá en su entorno a colectivos crecientes de trabajadores de productividad estancada, estimulará los costes del resto de los asalariados, y sostendrá avivada una inflación que devolverá de inmediato la factura con recortes al poder de compra.
La pasividad abiertamente colaboracionista de la confederación empresarial en los primeros años del ciclo de Sánchez, justificada solo en los momentos más duros de la crisis sanitaria, ha devenido en una práctica iliberal de las relaciones industriales, con la que se gobiernan todas las decisiones y contenidos que en la lógica de una economía abierta corresponden a una concertación social de equilibrio y consenso. La Administración ha copado año a año parcelas de decisión otrora de la negociación entre patronal y sindicatos, ha pervertido la naturaleza del diálogo social, y ha convertido su intervencionismo natural en el sello autentificador de las normas económicas y laborales.
Nada que ver con los procesos de negociación de la Transición, en los que quedaba claro qué territorio era exclusivo de cada círculo de negociación, y en los que solo irrumpía la decisión del Consejo de Ministros tras agotar meses de discusión, que muchas veces era un ejercicio baldío porque las partes carecían de voluntad de avance. Los Gobiernos intervenían especialmente donde surgía un irresoluble bloqueo, en las decisiones que suponían supuestas pérdidas de derechos para la parte laboral o invasión de competencias de la patronal.
De hecho, el diálogo social fue una de las palancas clave de la transición económica de una economía intervenida y paternalista a una abierta a la competencia industrial con los socios europeos. Fue una herramienta que sosegó, absorbió el conflicto, naturalizó la paz social, generó confianza a la inversión productiva nativa y foránea, y fue el bisturí que coadyuvó a cortar la hemorragia inflacionista.
Ahora ni se puede hablar de diálogo real cuando en general se trata de barnizar decisiones políticas e imposiciones ideológicas premeditadas, ni se utiliza el acuerdo para combatir las tensiones de precios, sino más bien al contrario, pues pueden recobrar brío en una tercera ronda de alzas por la presión de unas subidas salariales retardadas, en parte dictadas por el Gobierno, en parte pactadas como suturas de las pérdidas de renta del bienio inflacionista.
La ley da al Gobierno la potestad de revisar el salario mínimo atendiendo a criterios marcados por la evolución de variables socioeconómicas, pero siempre una vez “oídas” las partes patronal y sindical. Pero en este asunto, como en otros muchos liderados por la vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, el Ejecutivo marca su posición de llegada en la misma partida, y con la aprobación consabida de los sindicatos, a la patronal le queda poco o ningún espacio de maniobra. En muchos casos, y la negociación del SMI es un ejemplo de ello, se utiliza sin disimulo alguno hasta la amenaza a los empresarios (“que se atengan a las consecuencias”, se dice) si no se pliegan al capricho de una vicepresidenta que actúa como consejera delegada sindical en el Gobierno.
Hay más ejemplos, y tan recientes como este. Ahora pretende santificar la reforma del subsidio de desempleo que le endosó parcialmente Nadia Calviño tras comprobar el rechazo político que le ha costado un sonoro fracaso parlamentario. Pero ahora, como en el SMI, solo demanda la bendición sanadora de esa abstracción en la que ha convertido el diálogo social, a sabiendas de que los sindicatos la respaldarán sin tacha y los empresarios exigirán contraprestaciones que no concederá.
Y ya tiene anunciado que ampliará sus políticas sociales con esta fórmula particular de concertación iliberal a la reducción del tiempo de trabajo, sin coste alguno para los beneficiados, en una vuelta de tuerca adicional a los costes laborales que deteriora la confianza de los inversores productivos, y que refleja la encuesta del Banco de España desde hace varios trimestres.
En términos prácticos, en todas estas iniciativas, en vez de utilizar la negociación de los costes como galvanizador de la inflación cuando está costando largo tiempo de tipos altos controlar este episodio alcista, se envían señales para la negociación salarial que reavivarán el IPC. Negociar salarios y rentas de pasivos en función de la expectativa de inflación para contribuir a domeñarla ha sido sustituido por hacerlo en función de la inflación pasada, con el riesgo de perpetuarla. Se ha hecho en las pensiones, en las cotizaciones sociales y en el salario mínimo, que conjuntamente afectan a varios millones de trabajadores. Eso sí: de atemperar las alzas fiscales en frío, deflactando la tarifa del IRPF, ni hablar.
Se ha estrechado la horquilla entre sueldos elevados y bajos y se ha transferido renta vía fiscal de aquellos a estos; y el salario mínimo, en 15.876 euros anuales tras subir un 54% en los últimos seis años, ha encarecido el factor trabajo de los deciles menos cualificados y ha arrastrado al alza a los arrollados por una subida tan vertiginosa y tan sumamente alejada del avance de la productividad de tales colectivos. Y todo ello sin considerar el hecho cierto defendido por la inmensa mayoría de los servicios de estudios de prestigio de que su moderación habría generado mucho más empleo.
Las fuertes subidas han provocado que ahora casi la mitad de los asalariados (46%) cobre entre una y dos veces el SMI, cuando hace cinco años era poco más de un tercio (37,8%). Pero ha generado también una expulsión de empleos a tiempo completo hacia el tiempo parcial, en un ejercicio explícito de reparto de empleo, de tal manera que mientras que en 2018 solo el 14% de asalariados cobraba menos del SMI, ahora tal porcentaje llega al 17,5%. La parcialidad se acerca ahora a los tres millones de personas (dos millones de mujeres), en un ejercicio de relevo simétrico de la temporalidad. Se ha perseguido la quimera de la igualdad vía salarial, pero con una efectividad cuanto menos, discutible.
José Antonio Vega es periodista
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