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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los argumentos políticos y los económicos en los pactos de investidura

Las demandas identitarias superaron a las financieras en el conflicto catalán y ahora podría ocurrir justo al contrario

Carles Puigdemont, líder de Junts, con Yolanda Diaz, vicepresidenta segunda del Gobierno, este lunes en Bruselas.
Carles Puigdemont, líder de Junts, con Yolanda Diaz, vicepresidenta segunda del Gobierno, este lunes en Bruselas.YVES HERMAN (REUTERS)

La perpetua disputa entre España y Cataluña para encontrar acomodo a los moradores de esta en aquella tiene una naturaleza netamente política e identitaria, pero se ha ido superando siempre a lo largo de los años (de las décadas y de los siglos) con soluciones de corte económica y financiera. Cómo se cerrará ahora es una incógnita, pero las sucesivas balas de plata que tienen los nacionalistas en la negociación para formar Gobierno, y la disposición ya nada novedosa del nuevo PSOE a utilizar contrapartidas en el debate político, ofrecerán soluciones desconocidas, y bien pudieran tener esta vez naturaleza económica.

En todo caso, se tratará únicamente de una patada a seguir que bajaría temporalmente la temperatura del conflicto para brotar súbitamente en el futuro. En el brote nacionalista catalán más reciente de este siglo, que culminó con una apuesta radical solo ensayada antes en los años oscuros de la Segunda República y la Revolución de 1934, el núcleo reivindicativo era financiero y fiscal, pero derivó en un explícito ideario político que reventó con la declaración unilateral de independencia en octubre de 2017. Esa es la meta marcada por el nacionalismo catalán, la misión y propósito que tienen todos los movimientos identitarios, que, convenientemente sazonados por un sistema educativo autónomo, militante y proselitista, no conocen estaciones intermedias.

En los primeros años de este siglo, los partidos nacionalistas catalanes, con la inestimable colaboración de una parte importante del Partido Socialista de Cataluña que declaraba ser tan o más nacionalista que socialista, enarbolaron la demanda de una dosis de autogobierno que superase las proporcionadas por el autonomismo de la Constitución de 1978, y que cristalizaban en mayor poder sobre la economía y los recursos generados en Cataluña.

Sucesivos gobiernos de la Generalitat promovieron un giro estatutario de complicado encaje constitucional, que andando los años elevó la confrontación política, hasta el punto de que solo podía existir una solución más política que económica, aunque esta última siempre para por la política. De hecho, ahora, y dicho sea entre paréntesis, el presidente vasco, Urkullu, ya habla de una solución política que reconfigure, con inciertos resultados, el modelo constitucional para acoplar la ruta a los deseos soberanistas.

Los políticos que lideraban Cataluña buscaban un pacto fiscal con España que les acercase al estatus del que gozaban País Vasco y Navarra, que disponen de plena autonomía fiscal, un auténtico privilegio económico y político anclado en antiguos fueros, que es la envidia de todas las regiones ricas y el temor de las pobres. Cataluña planteaba una relación federal pura y bilateral con el Estado, que le proporcionaría la gestión de todos los impuestos con su propia Agencia Tributaria, y de los que cedería una parte a un Estado con el que negociaría los términos en plano de igualdad, de tú a tú.

Entre tanto, quedarían en el régimen fiscal común el resto de comunidades (excepción de País Vasco, Navarra y Cataluña) con un sistema fiscal de financiación mutilado, en el que impartir la solidaridad que consagra la Constitución sería un ejercicio cada vez más difícil. El sistema de financiación, cuya reforma vuelve ahora a la palestra tras tres legislaturas olvidado, no debe proporcionar flujos fiscales y financieros entre las regiones de tal forma que convierta en más rico, ni siquiera en igual de rico, al más pobre; ¡solo faltaría! Pero sí debe proporcionar unos mínimos de solidaridad que garanticen la igualdad de trato en la provisión de servicios públicos; si no lo hiciese, las brechas de riqueza y de calidad de vida se agigantarían en pocos años entre regiones ricas y comunidades pobres, entre regiones rejuvenecidas y comunidades envejecidas, entre regiones emprendedoras y comunidades acomodaticias.

España tiene ya unos niveles de cesión competencial y gestión de recursos económicos cuasi federal, aunque normativamente no lo sea, y las posibilidades de elevar tales umbrales son muy limitadas. De hecho, en los últimos años, el Gobierno de coalición ha tratado de capar las iniciativas fiscales de las regiones más dinámicas en materia fiscal, como ha ocurrido con los impuestos sobre Patrimonio, Sucesiones y Donaciones, o con las pegas expresadas por el uso ciertamente testimonial de la capacidad normativa sobre el impuesto sobre la Renta.

Tras el resultado electoral del 23 de julio, con el que la derecha tiene imposible gobernar y la izquierda solo lo podrá hacer si pacta en los términos exigidos por los independentistas catalanes y vascos, la bicha de la financiación autonómica ha vuelto a salir de la celda. El modelo actual es de 2009 y está construido con el comportamiento exuberante de los ingresos públicos del ejercicio irrepetible de 2006, y solo ha consentido pequeños parcheos para solventar la vida a varias comunidades en la tragedia fiscal de 2010-2015, durante la que tuvieron que ser rescatadas por el Estado.

Es indudable que precisa de un buen meneo para corregir los desequilibrios de muchos años. Ahora será el momento, y bien pudiera ser la moneda de curso legal que los independentistas catalanes aceptasen si Madrid va tan lejos como iba el pacto fiscal diseñado a principios de siglo, que sin llegar a ser un modelo autónomo a la manera del vasco y navarro, se acercaba bastante. Sería un arreglo económico de un conflicto político que debilitaría la solidaridad fiscal del régimen común, algo que un país tan desigual como España no está en condiciones de asumir sin generar un conflicto aún mayor.

Cataluña está razonablemente bien financiada con el modelo actual, y es una región contribuyente neta, dado el nivel de riqueza de sus moradores (2.100 millones transferidos al resto de regiones en 2021), como lo está Madrid, que también es contribuyente neta (6.300 millones transferidos en 2021) y en mucha mayor envergadura que Cataluña. Pero Cataluña tiene acumulada una deuda de más de 85.000 millones de euros, de los que casi 72.000 se los debe al Estado. Comunidad Valenciana, Andalucía o Castilla La Mancha tienen también una posición delicada con el acreedor Estado, aunque en proporciones menores. Y todas ellas aprovecharán que la investidura pasa por Cataluña para lograr una condonación de la deuda, o al menos la condonación de la parte de la deuda imputable, siempre según sus particulares cálculos, a las insuficiencias de financiación generadas por el actual sistema.

El asunto circula ya en las conversaciones públicas sobre la negociación política, y habrá novedades; pero bien pudiera generarse con una condonación, total o parcial, un indeseado riesgo moral con las comunidades que no han incurrido en deuda con el Estado, que no han tenido que ser rescatadas por el Tesoro, porque han sido más diligentes en la gestión de sus dineros y sus servicios, y han respetado sus compromisos de estabilidad presupuestaria.

José Antonio Vega es periodista

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