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La punta del iceberg
Tribuna
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Autónomos: entre el emprendimiento y la supervivencia

Es necesario distinguir entre los que emprenden por convicción y los que lo hacen obligados por la falta de alternativas

Un joven traslada mercancía con una carretilla en Sevilla (Andalucía), en febrero de 2024.

El mundo del trabajo autónomo, tan a menudo idealizado como la base del emprendimiento y la libertad laboral, es en realidad un ecosistema bastante más complejo del que pensamos. Así, bajo el paraguas de una misma figura jurídica, conviven realidades diferentes que, al ser tratadas de forma indistinta por el discurso público, generan distorsiones no solo en los mensajes sino en propuestas de política económica.

Es crucial, para entender verdaderamente el tejido productivo y social de nuestro país, distinguir entre los autónomos que emprenden por convicción (podríamos llamarlos si queremos emprendedores) frente a aquellos que lo hacen por simple necesidad, como último refugio ante la falta de alternativas. Por ello, el trabajo autónomo presenta dos realidades diferenciadas. Frente a los auténticos emprendedores, personas que identifican oportunidades de negocio y asumen riesgos calculados, encontramos a aquellos que recurren al trabajo por cuenta propia no por una idea emprendedora o proyección voluntaria de crear riqueza por sí solo, sino como la única y a veces última alternativa ante la falta de oportunidades en el mercado laboral. Para ellos, el autoempleo no representa una elección estratégica, óptima ni eficiente, sino una tabla de salvación en un contexto de desempleo estructural o agotamiento de prestaciones sociales.

Así, debemos entender que parte de los autónomos lo son porque responden al llamado “efecto refugio”. Este es considerado como un fenómeno que se produce cuando, ante la escasez de empleos por cuenta ajena, un número creciente de personas se registra como autónomos, no porque hayan detectado una oportunidad de negocio boyante, sino simplemente para poder facturar y obtener algún ingreso. No es coincidencia que este fenómeno se acentúe en épocas de crisis y en regiones con mayores tasas de desempleo. Tampoco que éste sea mucho más habitual en países de escasa renta per cápita con mercados de trabajo disfuncionales.

Los autónomos en España

En España, el empleo no asalariado comprende actualmente el 16% de los ocupados, ligeramente por encima de la media europea. Durante la Gran Recesión, mientras el empleo asalariado se desplomaba, el número de autónomos mostró mayor resistencia. El informe Flexibilidad en el Trabajo de Randstad del año 2015 evidenció cómo el peso de los autónomos en el mercado laboral español aumentó, situándonos como uno de los países europeos con mayor proporción de trabajadores por cuenta propia, solo superados por Italia y Portugal.

Como se ha adelantado, este patrón no es exclusivo de España, sino que se repite a nivel global. Las economías con mercados laborales más rígidos y menor dinamismo empresarial tienden a presentar, paradójicamente, mayores índices de autoempleo. Mientras países como Alemania o Dinamarca, con mercados laborales más flexibles y bajas tasas de desempleo, mantienen un porcentaje de autónomos en torno al 10-11%, en España, Grecia o Italia, con mayores desafíos estructurales, esta cifra supera holgadamente el 15-20%.

Lo más preocupante es la composición de este mismo colectivo. Según un estudio del Banco de España de 2019, el 26% de los autónomos españoles emprende por necesidad, situando a nuestro país como el cuarto de la Unión Europea con mayor proporción de autoempleo forzoso, significativamente por encima de la media europea. Esta situación se agrava entre los autónomos con estudios bajos, y por ello con escasos conocimientos sobre cómo emprender y llevar un negocio, donde el porcentaje aumenta hasta el 30%, y alcanza un alarmante 60% entre los jóvenes.

Es por ello que estos datos desmontan el discurso épico del “emprendimiento juvenil” como motor de cambio y nos enfrentan a una verdad incómoda: para muchos jóvenes y personas con menor cualificación, ser autónomo no es la materialización de un sueño, sino la única puerta de entrada disponible al mercado laboral. Es una manifestación de la frustración y la falta de oportunidades en el empleo asalariado.

Esta dualidad en la caracterización del autónomo genera, además, una brecha económica entre los diferentes tipos de autónomos y los asalariados. Así, en un trabajo de principios de este siglo en el Journal of Political Economy, Barton Hamilton evidenció que los autónomos por necesidad obtienen ingresos significativamente inferiores a los que habrían conseguido como asalariados con cualificaciones similares. Esta diferencia, lejos de reducirse con el tiempo, tiende a ampliarse, pudiendo alcanzar el 30% tras diez años de actividad. Así, este resultado se observa también en España, donde los autónomos sin empleados declaran ingresos medios un 25% inferiores a los asalariados equivalentes, mientras que los autónomos empleadores ganan hasta un 35% más.

La precariedad del autónomo por necesidad va más allá de los bajos ingresos. Se enfrenta a una volatilidad extrema, con meses de facturación nula o mínima, sin la red de seguridad de un salario fijo. Su protección frente al desempleo es limitada y su cobertura social a menudo inferior a la de los asalariados. Y esto sin mencionar la proliferación del falso autónomo, tipología potenciada por el auge de la economía colaborativa. Para muchos de ellos, el acceso a crédito bancario resulta una quimera, atrapados en un círculo vicioso de bajos ingresos y falta de garantías. Paradójicamente, quienes buscan escapar de la precariedad laboral pueden encontrarse en una situación aún más vulnerable bajo el manto del autoempleo.

Así el número de autónomos, y el peso de los que entre ellos lo son por necesidad no puede tener una correlación positiva con la salud de una economía, más bien al contrario. La evidencia nos ofrece una clara correlación entre las tasas de desempleo, la fortaleza de los sistemas de protección social y el volumen de autoempleo por necesidad en el sentido que se desprende por lo escrito hasta ahora. Así, cuando las prestaciones por desempleo son escasas o de difícil acceso, el incentivo a darse de alta como autónomo aumenta considerablemente. Las políticas de fomento del emprendimiento, cuando se conciben como una mera herramienta para maquillar las cifras de desempleo sin analizar la viabilidad de los proyectos, corren el riesgo de financiar actividades condenadas al fracaso, fomentando un “falso emprendimiento” que no contribuye al crecimiento económico. Las empresas de capital riesgo semipúblicas que tratan de ayudar a estos negocios saben de lo que hablo.

Así, es necesario que dejemos de tratar al colectivo autónomo como una masa homogénea y reconozcamos la profunda dualidad que lo caracteriza. Fomentar el emprendimiento genuino requiere un enfoque radicalmente distinto al de ofrecer una salida rápida al desempleo. Necesitamos invertir en proyectos con potencial real de crecimiento, ofrecer mentoría especializada, facilitar el acceso a financiación diversificada y simplificar realmente la burocracia que lastra a las pequeñas empresas.

La clave está en dejar de confundir emprendimiento con supervivencia. Nuestra economía no necesita simplemente engrosar las listas de autónomos para reducir las cifras de desempleo. Lo que realmente necesitamos son oportunidades de empleo de calidad para todos: empleos asalariados estables y dignos para quienes buscan seguridad, y un ecosistema favorable para que los verdaderos emprendedores puedan crear negocios innovadores y generadores de empleo. A estos últimos, alfombra roja.

Seguir aplicando las mismas políticas a realidades tan dispares solo nos condena a perpetuar la precariedad y a desaprovechar el potencial de quienes realmente podrían impulsar nuestra economía. Y no, si cae en número de autónomos no necesariamente es mala noticia. Esto se desprende de todo lo anterior.

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