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Columna
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La nueva financiación autonómica

Ajustar de nuevo el viejo sistema basado en las necesidades fiscales no va a resolver la reivindicación de la financiación de Cataluña

El presidente de la Generalitat en funciones, Pere Aragonès y el líder del PSC, Salvador Illa.
El presidente de la Generalitat en funciones, Pere Aragonès y el líder del PSC, Salvador Illa.Quique García (EFE)

Tomo como dato que los economistas expertos catalanes en financiación autonómica hemos prácticamente desaparecido de los debates sobre propuestas de reforma del modelo territorial español, aunque es bien conocido que han sido los Castells, Colom, Pedrós, Eugenio Domingo, Solé Vilanova, por no mencionar los aún no jubilados, los principales mentores del estudio del federalismo fiscal en España. Incluso algunos de ellos pueden considerarse ‘padres’ de su implementación en las etapas iniciales de la descentralización española, hoy reconocidas como obsoletas. Ello, creo, se debe a que los que han accedido más recientemente al análisis se han apropiado de la idea autonómica y la han llevado a un campo cada vez más alejado del verdadero sentido del federalismo fiscal.

El término foedus quiere decir pacto, no imposición (comandada por el Consejo de Política Fiscal y Financiera, en el que la Administración central cuenta con mayoría absoluta); federar implica compartir (recaudación, soberanía fiscal) y no actuar por la vía de una Agencia Tributaria excluyente, y requiere reconocer jurisdicciones territoriales políticas, más allá de la mera delegación de la gestión del gasto. Esto ha sido lo que, posiblemente, ha acabado excluyendo muchos de aquellos expertos catalanes de los debates de financiación autonómica. Ello se puede deber tanto a ver negada su capacidad de incidir ante quienes creen que España ‘es ya el país más descentralizado del mundo’ -cuasi federal, ¡dicen! -, como a su autoexclusión, por aquello del cansancio ante batallas, resueltas más política que académicamente, que se consideran perdidas.

Y es que, hoy, la descentralización del gasto se valora como si se tratase de un mero ejercicio de territorialización de cuentas, en las que no importa quién gasta ni la agregación que se tome como referencia en sus efectos macroeconómicos. Se ha menoscabado el significado de déficit fiscal a través de supuestos métodos múltiples, hipótesis diversas y ajustes ad hoc para ridiculizar su cálculo. Domina, así, una percepción de que la financiación autonómica se corresponde poco más que con unas transferencias del padre-patrón-central que recauda todos los ingresos y subvenciona a gusto y gana lo que considera son las necesidades de gasto de sus afiliados. Lo intenta vestir, para que no haya muchas quejas, sobre la base de ‘modelos objetivos’ que esconden parámetros discutibles, de incierta evolución en el tiempo, que se ponderan a conveniencia.

Y si no es suficiente, se instrumentan fondos y subfondos de nivelación para conseguir los resultados deseados de quien financia. No hay catalanes, sino españoles que viven en Cataluña, como dijo abiertamente, en su día, Mariano Rajoy. Las comunidades, a menudo dividas por el color político, critican o apoyan este statu quo según les conviene. La Administración central pone más recursos -como si todos fuesen suyos- para apaciguar los ánimos; que ‘nadie pierda con los cambios’, obviando que las lecturas del día después a los acuerdos son de cifras relativas de ingresos, y no absolutas.

El deseo de cambiar este estado de cosas es sabido ya que resulta muy diferente entre Comunidades; tanto como su voluntad de autogobierno. A algunos gobiernos regionales ya les va bien la situación actual, ya que lucen gasto sin exigir sacrificios a sus ciudadanos por una mayor responsabilidad fiscal. Se trata de un traje único, aunque con ajustes y adelantos de transferencias por cálculos anticipados de recaudación, que hace que a unos les acabe ajustando mejor que a otros la talla ofrecida.

Contra ello hace tiempo ya se levanta la reivindicación catalana, política, de salirse de este esquema a costa de asumir más riesgo financiero y disfrutar de mayores cotas de autogobierno, que por falta de respuesta ha acabado alimentando el secesionismo. Al posible reencaje en Cataluña se le llama hoy, financiación singular, aún a sabiendas de que singular no implica ni ser exclusivo ni excluyente. Que se abra, se demanda, una vía más basada en la capacidad fiscal que en la estimación de ‘la necesidad de gasto’, con pacto transparente de solidaridad, a la que se pueda acoger quien quiera. El Cercle d’Economia de Catalunya lo manifiesta sin ambages: que se acompañe de responsabilidad fiscal, que respete la ordinalidad, que ajuste por la capacidad de compra y que incorpore los territorios forales, manteniendo, a diferencia de estos, un pacto de solidaridad.

Tratar igual a desiguales no ha sido nunca propio del federalismo fiscal ni de los principios de la equidad fiscal en la hacienda pública. Desiguales no en privilegios, sino en la voluntad manifiesta de autogobierno, a cambio de equilibrar esfuerzos fiscales y resultados. No es federalista, hoy, un régimen de financiación común que fuerza por igual a regiones de nuevo cuño y a nacionalidades históricas, independientemente de tamaño y vocación de autogobierno; a todos por igual, claro, menos a quienes mantienen privilegios forales.

Remarco lo anterior para que nadie se lleve a engaño. Es muy difícil pensar, al menos académicamente, que la deriva de ajustar de nuevo el viejo sistema basado en las necesidades fiscales, con la recaudación central prácticamente exclusiva de impuestos y la imposición de parámetros de fijación de insuficiencias, va a resolver la reivindicación de la financiación de Cataluña.

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