Una política económica que no esté sujeta a los vaivenes electorales
Entre los defectos casi atávicos que arrastra la política española destaca la dificultad de mantener un consenso razonable y sostenido en el tiempo sobre temas fundamentales para cualquier país –como el sistema educativo o las grandes líneas de la política económica– con el fin de preservar cierta estabilidad frente a los excesos de la bronca parlamentaria, la volatilidad de los intereses electorales y la alternancia natural de los partidos en el poder. En ese contexto, algunas de las reflexiones realizadas por el vicesecretario de Economía del Partido Popular, Juan Bravo, durante la entrevista que ha concedido a este periódico constituyen un ejercicio de racionalidad y mesura poco habitual en el enrarecido ambiente que rodea el debate político en España. El encargado del programa económico de los populares considera que los beneficios extraordinarios que se están produciendo en algunos sectores empresariales deben gravarse, aunque difiera del Gobierno y se remita a Europa en la fórmula para hacerlo. También valora la subida del salario mínimo interprofesional (SMI) impulsada por el Ejecutivo, lo que no le impide destacar que España tiene un problema de baja productividad laboral y que la mejora de los salarios debería ir unida a la corrección de ese déficit, de forma que beneficie a los trabajadores, haga crecer la clase media y eleve la recaudación del Estado. En el polémico terreno de la legislación laboral, Bravo afirma que no derogaría la reforma impulsada por la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, aunque sí realizaría mejoras importantes en el texto. Una declaración de intenciones que supone romper, al menos en el discurso político y desde la oposición, con la dinámica de construcción-destrucción que ha rodeado esta materia en los últimos años, y cuyo más reciente ejemplo ha sido la propuesta para derogar la reforma de 2012, una medida radical que finalmente el Gobierno no adoptó y que sustituyó por una reforma propia.
La capacidad de modificar la regulación normativa de un país es inherente al poder Ejecutivo, pero su ejercicio no tiene por qué plasmarse en una política de borrón y cuenta nueva constante, sino que debería aspirar a respetar lo que funcione y a modificar solo aquello que no lo haga. Esta forma de gobernar, habitual en otros países, es una asignatura pendiente de la vida política española, salvo raras excepciones. Los grandes retos que afronta la economía suelen agotar la duración de una legislatura, por eso las respuestas a esos retos, cuando son correctas, deberían aspirar a mantenerse más allá de los vaivenes políticos, como medio para garantizar la seguridad jurídica, reforzar la estabilidad y consolidar el futuro del país.