¿Es posible frenar la fuga de cerebros? Es posible y es rentable
A diferencia de otros países, España aún tiene una asignatura pendiente: más políticas de empleo juvenil activas y específicas
La fuga de cerebros es una pandemia que avanza en silencio. De crisis en crisis, con una angustia a la que lamentablemente nos hemos acostumbrado, la migración altamente cualificada (MAC) persiste –sin ser abordada de frente– excusada siempre por nuestras circunstancias políticas y socioeconómicas, como las actuales. Esta pérdida de talento más o menos masiva genera una pérdida de la inversión que ha supuesto en numerosas ocasiones la formación de esos individuos, pero sobre todo provoca un aumento de la falta de competitividad en su país.
Sin embargo, la apuesta formativa en la que se esfuerzan tanto el Estado como los estudiantes es palpable, evidente y muy honorable, pero no encuentra recorrido en unas oportunidades laborales esperanzadoras. Cuesta creer que nuestra actual generación lectiva se vea abocada a cruzar la frontera para poder encontrar un trabajo digno, cualificado, con mejores condiciones laborables y perspectivas de oportunidades futuras.
Es precisamente el futuro hacia donde debemos mirar cuando hablamos de nuestra huida de talento. La pérdida de profesionales produce un negativo impacto económico, productivo y cultural para cualquier país, que ve cómo disminuye su riqueza según aumenta el éxodo de la población mejor formada; es decir, sin desarrollo profesional tampoco hay crecimiento. Un caso llamativo es el de India donde, recientemente, el Gobierno ha anunciado en el Parlamento que pondrá en marcha una estrategia basada en tres ejes fundamentales para retener la fuga de cerebros, sobre todo del sector tecnológico, una tendencia que se viene dando en el país desde hace ya varios años.
Al igual que el capital humano es la principal ventaja competitiva de cualquier empresa, y una mala gestión del mismo tiene como resultado una baja productividad, lo que se refleja directamente en las ganancias de la compañía, lo mismo ocurre en un país. Cuanto más alto sea el puesto del colaborador, mayor será el precio de perderle. Las estrategias aplicadas de employer branding o, lo que es lo mismo, reputación de una organización como empleadora y su propuesta de valor hacia los empleados, parece un buen hilo del que tirar si lo aplicamos al Estado.
En España no somos ajenos a esta situación y, de hecho, en junio de este año el Gobierno ya aprobó un plan para atraer y retener el talento científico e innovador a través de 30 medidas, una inversión de más de 3.000 millones de euros para los siguientes 18 meses, a la vez que aprobó una nueva Ley de la Ciencia. La pregunta que debemos hacernos es si estas medidas son suficientes y si aún estamos a tiempo para revertir una situación que ha provocado durante las últimas décadas la fuga de nuestro país de decenas de miles de mentes brillantes que buscaron oportunidades más allá de las fronteras del país.
Casi medio millón de desempleados españoles integran el paro juvenil, con una tasa que duplica la media europea. En cifras, según Eurostat, el 26,6% de los menores de 25 años sigue sin encontrar empleo. ¿Cómo no van a querer explorar oportunidades en el extranjero, como en Alemania, un país donde el desempleo entre los jóvenes solo asciende al 5,5%? A diferencia de otros países europeos, España aún tiene una asignatura pendiente: aprobar un mayor número de políticas activas de empleo juvenil y específicas para facilitar a las empresas aún más este tipo de contratación.
En este sentido, las universidades, junto con el Estado y las empresas, jugamos un papel clave, ya que nuestra institución resulta clave en este necesario impulso. Por un lado, porque la lógica indica que la principal fuente de empleo juvenil debería ser la universidad, a través del fomento de políticas de prácticas, becas o primer empleo; también porque aumentando las iniciativas de colaboración en investigación con empresas se pueden impulsar nuevos productos o servicios; por otro lado, porque cuanto más estrecha es la colaboración entre universidades y empresas, menos desvinculada está la formación de la realidad laboral a la que deben hacer frente los jóvenes, y, por último, porque sabemos que cuando el entendimiento entre estos dos mundos funciona, da lugar no solo a empresas de gran valor, sino a completos ecosistemas empresariales, como ha sido el caso de Silicon Valley o del ecosistema israelí de Silicon Wadi.
La práctica profesional es, efectivamente, una lanzadera necesaria para partir el bucle y para poder, mediante la experiencia, alcanzar ese deseado crecimiento personal, empresarial y, por ende, también estatal. Las universidades públicas debemos impulsar el mayor número de iniciativas posibles para premiar a aquellos estudiantes y titulados/as que han sido seleccionados tanto por su expediente académico como por su formación en competencias transversales, ayudándoles a incorporarse al mercado laboral. Pero a este impulso deben sumarse tanto las diferentes instituciones públicas como las empresas, que tienen que entender esta relación de proximidad con la universidad como la gran oportunidad para retener el mejor talento del que disponemos. Un impulso que, en definitiva, no solo beneficiará a sus titulados y egresados más brillantes –en el más amplio sentido de la palabra–, sino que también satisfará a las empresas que están comprometidas con el empleo juvenil y que apuestan por el talento, conocedoras de que este no solo aporta conocimiento, sino que además es rentable y genera riqueza.
María Dolores Salvador Moya es Vicerrectora de Empleo y Formación Permanente de la Universitat Politècnica de València